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lunes, 28 de diciembre de 2015

Fundación


 (Texto rescatado de una gaveta vieja. Y luego de una carpeta que tenía en un correo que ya ni uso. Favor no burlas). 

Junto a los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos se proclamaron a una sola voz en contra del mundo y hallaron un camino hacia la libertad. Fue Ciro Jandres quien tuvo la iniciativa una mañana de abril, en el asombro de la primavera perenne marcada en los rostros que iban, venían y volvían frente a sus ojos hambrientos. Seguramente pensó en comer primero y salir a revolucionar millones de vidas más tarde. De manera que escupió sobre una rata atropellada al tiempo que caminaba sobre las líneas blancas y suponía que su idea era tan buena, pero tan buena que con los años los niños estudiarían sobre su vida en la materia de estudios sociales y cívica. Ya con los pies plantados sobre la otra acera notó que la calle lucía especialmente desierta. Buscó en su bolsillo izquierdo, donde solía guardar las moneditas que le regalaban porque el otro estaba agujereado, y apenas encontró entre la mugre una de esas moneditas: veinticinco centavos. La limpió con una suave caricia, como impregnada del amor que no sentía nunca. De inmediato empezó a cavilar sobre qué podría hacer con ella. Lo más desquiciado, pensó, sería regalársela al cojo de la otra esquina. No reparó en lo significativo que pudo haber sido ese gesto, porque se le presentó una sonrisilla naciente en los labios. Dos alemanas me quitan el hambre, pero me dejan con sed. Como gozaba de todo el tiempo disponible para lo que se le diera la gana, decidió sentarse en la banqueta de la parada de autobuses, al lado de un anciano que leía el periódico mientras esperaba. Fue entonces cuando la ciudad acarreó a él su imagen inmortal, en una ilusión de un instante. Ciro vio cómo la basura y las construcciones incontenibles lo llenaban todo, como en un ataque de asma que empieza y sube y sube hasta que está en la cima, despedazando los pulmones del enfermo. Así, él se sintió perplejo ante el ataque del urbanismo. Los oídos le zumbaban y las manos sudorosas ya no le cabían en el pellejo mientras la ciudad le encajaba la última mordida en lo más profundo de los nervios y le escupía sin misericordia. Temblaba, de seguro, pero no se dio cuenta de ello. El autobús vino de súbito, entre el insoportable barullo de almas que bien pudo figurársele como el Infierno, si lo hubiese visitado y vuelto de él. El anciano abandonó la lectura, enrolló el periódico y se montó al autobús después de regalarle una monedita de veinticinco centavos al mendigo que sudaba y hacía horribles sonidos agónicos junto a él. Ciro apenas y le dijo Dios le bendiga. Y estaba tan aturdido que olvidó un segundo su revolucionaria idea. Última vez que fumo de esa basura, rezongó contra sí mismo en voz quedita, quedita, como si fuera la voz de su conciencia muerta.
            Ciro Jandres permaneció sentado solo en aquella banqueta por un buen rato, ajeno a la inexorable realidad del mundo a su alrededor, esa realidad a la que él asesinaría, según sus propios planes. Sólo pudo reaccionar al lejano murmullo de la vida cuando sus tripas crujieron como un pedazo de madera resquebrajándose. De inmediato se disipó lo poco que restaba del ataque inmisericorde de la ciudad y el murmullo lejano tornó a ser ruidos, gritos, cláxones y una infinidad de movimientos simultáneos cuya descripción no cabría en cien mil páginas. Se levantó y caminó, como había planeado la noche anterior entre la droga y el hambre escabulléndose, entre el frío que dejaba de ser y el mundo que pretendía cambiar. Comprendía muy pocas cosas acerca de la configuración de la sociedad. Sólo sabía que su lugar era la exclusión, donde la principal función de su clase era morirse de hambre justo en medio de un monzón invencible llamado ciudad. Ahora contaba con cincuenta centavos para el desayuno. Según recordaba (y no se equivocó recordando) era la primera vez que tenía para comer bien un desayuno sin haberse visto obligado a extender la mano por horas completas. Un almacén comenzaba a vociferar ofertas increíbles acompañadas de música de moda. Ciro cantaba. El sol caminaba potentísimo, pero hacía un aire tan fresco en la tierra que el espíritu de Ciro se vio reanimado. Entonces supuso que la mujer de aquella tienda le volvería a correr de su negocio con manguerazos de agua helada, sin importarle si llevaba o no dinero para comprar, de modo que no merecía la pena exponerse. Así que paró de caminar (lo había hecho por diez cuadras desde la parada de autobuses donde encontró al anciano del periódico)  y pensó que la escena de esa tenducha se iba repetir en cualquier sitio. Estuvo sin moverse por un par de minutos, un poco adormecido aún por el efecto de la droga que se propuso olvidar para siempre. Entonces pasó junto a Ciro un hombre y su carretón de panes con jamón. Le saldría exacto: cincuenta centavos por el pan y un refresco; perfecto, pero no contábamos con que Ciro abandonaría el hambre para darle nueva vida a las ideas. Las moneditas hacían que le sudara inconteniblemente la mano izquierda. Dejó ir al hombre y a su carretón,  y a sus panes, y a sus refrescos y guardó en el mugroso bolsillo las monedas, por si acaso. Luego suspiró cavilando sobre cómo se empieza a cambiar el mundo, en especial cuando no se tiene ninguna experiencia en ello. Lo único bueno, pensó, es que nunca voy a tener hambre de nuevo.
            Cerca de Ciro Jandres, el vagabundo que pensaba, se halló Esteban Vásquez, el vagabundo que se preguntaba qué estaba haciendo ese imbécil ahí parado. Y con esas palabras exactas se lo preguntó: ¿Qué estás haciendo ahí parado? Ciro reaccionó al instante con felicidad, pues sin quererlo había hallado a quien convertir en Sancho para su aventura quijotesca. Esteban, contrario a Ciro, sí había comprado un pan al hombre del carretón, aunque no le alcanzó el dinero para un refresco.
            --Pues nada. Mirá... Que yo te quería preguntar una cosa.
            --¿El qué?-- reaccionó rápido Esteban atragantándose, para evitar que su colega le pidiera.
            --Fijate que conozco de un lugar --explicó Ciro-- donde nadie necesita beber o comer para vivir, donde no tenés que andar oliendo un bote de pega a cada rato.
            --Vos bolo estás --replicó Esteban--, cómo te ponés a creer eso.
            --Ah, no creés, acompañame a ver si no es cierto.
            Era mediodía cuando empezaron a caminar juntos.
            El sol en clímax no doblegó la ahora férrea voluntad de Ciro, a quien ya nunca se le volvió a cruzar un pensamiento de hambre. Esteban se había saciado de un solo con aquel pan insípido, porque la pega de zapatero también colaboró un poco. Ciro levantó su mano derecha y cubrió con ella sus ojos del sol, mientras charlaba consigo mismo acerca de la  magnífica realidad que pronto sustituiría a la peste mal nacida en la que vivían, si a eso se le podía llamar vivir. Había notado algunas particularidades en esa mañana de abril que, pensó, serían narradas a detalle tiempo después en los libros oficiales de estudios sociales y cívica. No bien anduvieron una cuadra cuando les llamo don Mar (Marcelino), una piltrafa de lo que alguna vez fue un hombre, que usaba una muleta vieja, encontrada entre los desperdicios de un hospital público, para reemplazar a su baleada pierna izquierda. Le había resultado raro que Ciro y Esteban caminaran como Pedro por su casa en una calle donde bien podrían pedir limosna. Sobre todo le extrañó que caminaran como si tuvieran un sitio a donde ir.
            --A ver, jóvenes, ¿para dónde?
            --Al País de los sueños cumplidos --gritó Esteban quien se ilusionó muy pronto con el ideal de no pedir más nunca.
            --No --Corrigió Ciro--, vamos a un sitio donde no pasaremos necesidad.
            Eso fue más que suficiente para don Mar. Cogió su muleta y se levantó del suelo con tanta vitalidad que nadie que le viera podría creerle de nuevo su cara triste y desvalida. Ciro se sintió extasiado en ese momento. Mejor de lo que me esperaba, dijo para su coleto. Y no se había sentido desprotegido en toda la mañana.
Entonces don Mar inquirió:
            --¿Y dónde queda?
            --Cerca --respondió el vagabundo confiado.
            Al instante empezaron a charlar sobre un mundo nuevo, sobre la ausencia de la irrompible cadena de la necesidad, sin percatarse de que sus palabras atraían a muchos otros mendigos, tuertos, mutilados y andrajosos que preguntaban y se unían, sin un asomo de duda, al nuevo movimiento libertador. Las calles, sin embargo, seguían luciendo desiertas.
            --La gente no ha salido de sus casas, ¿veá?
            --Miedo es que tienen.
            --¿A qué le teme la gente que come y que se cobija por las noches si tiene frío?
            --A morirse.
            --O a la soledad.
            --O a nosotros...
            --O a ser como nosotros.
            Las voces de los pordioseros se escuchaban lejanas en la cabeza de cada uno. Estaban tan compenetrados en su sentimiento de liberación que pensaban casi idéntico. Hablaban y cantaban. Soñaban y casi volaban. Y todo esto a un solo tiempo.
            --¿Por qué es que no hay más gente que nosotros en la calle?
            Fue Ciro el único que se aventuró a responder esto:
            --Tienen un gran presentimiento.
            Hacia la una de la tarde nadie había visto a las personas normales ni en las ventanas de los edificios, ni en ningún otro lado. Pero no les importaba. Por una vez (y para siempre) se sintieron plenos. Autónomos, es la palabra indicada. Caminaban de tal forma que no se entendía que existiera algo más en el universo que ellos y el camino por el que iban. El paso, presuroso al principio, pronto adquirió la velocidad del más lento. Y todos eran capaces de reír. Después, con el sol atento al estremecimiento humano en la tierra, los ignorados de siempre llegaron a su nueva patria. Henos aquí, pensó Ciro, y las mismas palabras recorrieron cada mente de pordiosero cercana, junto a una orden sobreentendida: Despójense. De inmediato los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos soltaron sus pertenencias seculares y ya no las volvieron a necesitar. El suelo de sus pies se plagó de cigarrillos normales y prohibidos, moneditas de mínimas denominaciones, botes y botes de pega de zapatero y demás. Resultó insólito la cantidad de cosas raras a las que se apegan los vagabundos: mechones de pelo de muñeca, fotos de gente desconocida, espejos rotos, carritos de juguete sin ruedas, y cuanto artefacto se piense inverosímil, ahí estaba. Por último, claro, las ropas viejas.
            La que llamaron su nueva patria era un predio baldío con pocos metros cuadrados de área, rebalsando de basura inmunda. Ciro sonrió ante esa aparición que se le antojó celestial. Nuestra casa inmortal, pensó, llegamos al fin, después de caminar toda la vida. Su nueva patria se hallaba en medio de dos edificios que subían y subían hasta perderse en medio del Cielo, así como se planeaba fuera la torre de Babel. Llegamos, gritó Ciro. Llegamos. ¿Llegamos? ¡Llegamos! La repetición hasta el infinito en las mentes vagabundas.
            En el pandemónium de la nueva patria, sin saberse cómo, empezaron a llegar mendigos de otras latitudes de la tierra, vagabundos que hablaban otro idioma, tenían diferentes costumbres al pedir, vestían andrajos diferentes y curiosos, tenían otros rasgos en el rostro, otro color en la piel, otra manera de odiar al mundo, pero que lejos de ver sus diferencias veían su semejanza, como tanto cuesta hacer: Un deseo ferviente de cambio. Seguramente la noticia se regó con celeridad a través de las muchas vías de comunicación instantánea con las que ahora se cuenta. Y en cuanto se enteraron, echaron mano de esos recursos empleados solo en excesivas emergencias, para moverse hasta este pequeño país. Ciro Jandres gritó alguna palabra de júbilo, repetida en todos los idiomas disponibles; luego tomó de la mano a Esteban Vásquez, y éste a don Mar, y éste al siguiente, y éste al siguiente, hasta que se acabó de formar una inmensa cadena de mugre al desnudo. De esa manera entraron en su nuevo hogar. Uno a uno se acomodaron en  el limitado espacio con solidaridad, fusionándose todos o desapareciendo en el vacío. Como sea que fuere, el caso es que, a las dos p.m. la ciudad (el mundo) sin vagabundos, reaccionó.
            Lo más probable es que los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos, ya se habían establecido para siempre en otro mundo sin lenguas y, lo más importante, sin necesidad de pedir. Era un pueblo perfecto, sin comparaciones ni egoísmos, establecido muy lejos de esta ciudad que vio nacer al fundador. Y aquí sólo pudieron sorprenderse de no hallar a nadie echado en las calles con la mano extendida. Poco más tarde un policía requisó temblando aquel solitario predio baldío. Estaba tan asustado que muchas de las personas que se acercaban por curiosidad no pudieron entenderle la primera vez que gritó:

            --No hay nadie. 

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@rober_ramirez