(Texto rescatado de una gaveta vieja. Y luego de una carpeta que tenía en un correo que ya ni uso. Favor no burlas).
Junto a los mendigos, los tuertos, los mutilados,
andrajosos, casi, casi muertos se proclamaron a una sola voz en contra del
mundo y hallaron un camino hacia la libertad. Fue Ciro Jandres quien tuvo la
iniciativa una mañana de abril, en el asombro de la primavera perenne marcada
en los rostros que iban, venían y volvían frente a sus ojos hambrientos.
Seguramente pensó en comer primero y salir a revolucionar millones de vidas más
tarde. De manera que escupió sobre una rata atropellada al tiempo que caminaba
sobre las líneas blancas y suponía que su idea era tan buena, pero tan buena
que con los años los niños estudiarían sobre su vida en la materia de estudios
sociales y cívica. Ya con los pies plantados sobre la otra acera notó que la
calle lucía especialmente desierta. Buscó en su bolsillo izquierdo, donde solía
guardar las moneditas que le regalaban porque el otro estaba agujereado, y
apenas encontró entre la mugre una de esas moneditas: veinticinco centavos. La
limpió con una suave caricia, como impregnada del amor que no sentía nunca. De
inmediato empezó a cavilar sobre qué podría hacer con ella. Lo más desquiciado,
pensó, sería regalársela al cojo de la otra esquina. No reparó en lo
significativo que pudo haber sido ese gesto, porque se le presentó una
sonrisilla naciente en los labios. Dos alemanas me quitan el hambre, pero me
dejan con sed. Como gozaba de todo el tiempo disponible para lo que se le diera
la gana, decidió sentarse en la banqueta de la parada de autobuses, al lado de
un anciano que leía el periódico mientras esperaba. Fue entonces cuando la
ciudad acarreó a él su imagen inmortal, en una ilusión de un instante. Ciro vio
cómo la basura y las construcciones incontenibles lo llenaban todo, como en un
ataque de asma que empieza y sube y sube hasta que está en la cima,
despedazando los pulmones del enfermo. Así, él se sintió perplejo ante el
ataque del urbanismo. Los oídos le zumbaban y las manos sudorosas ya no le
cabían en el pellejo mientras la ciudad le encajaba la última mordida en lo más
profundo de los nervios y le escupía sin misericordia. Temblaba, de seguro,
pero no se dio cuenta de ello. El autobús vino de súbito, entre el insoportable
barullo de almas que bien pudo figurársele como el Infierno, si lo hubiese
visitado y vuelto de él. El anciano abandonó la lectura, enrolló el periódico y
se montó al autobús después de regalarle una monedita de veinticinco centavos
al mendigo que sudaba y hacía horribles sonidos agónicos junto a él. Ciro
apenas y le dijo Dios le bendiga. Y estaba tan aturdido que olvidó un segundo
su revolucionaria idea. Última vez que fumo de esa basura, rezongó contra sí
mismo en voz quedita, quedita, como si fuera la voz de su conciencia muerta.
Ciro
Jandres permaneció sentado solo en aquella banqueta por un buen rato, ajeno a
la inexorable realidad del mundo a su alrededor, esa realidad a la que él
asesinaría, según sus propios planes. Sólo pudo reaccionar al lejano murmullo
de la vida cuando sus tripas crujieron como un pedazo de madera
resquebrajándose. De inmediato se disipó lo poco que restaba del ataque
inmisericorde de la ciudad y el murmullo lejano tornó a ser ruidos, gritos,
cláxones y una infinidad de movimientos simultáneos cuya descripción no cabría
en cien mil páginas. Se levantó y caminó, como había planeado la noche anterior
entre la droga y el hambre escabulléndose, entre el frío que dejaba de ser y el
mundo que pretendía cambiar. Comprendía muy pocas cosas acerca de la
configuración de la sociedad. Sólo sabía que su lugar era la exclusión, donde
la principal función de su clase era morirse de hambre justo en medio de un
monzón invencible llamado ciudad. Ahora contaba con cincuenta centavos para el
desayuno. Según recordaba (y no se equivocó recordando) era la primera vez que
tenía para comer bien un desayuno sin haberse visto obligado a extender la mano
por horas completas. Un almacén comenzaba a vociferar ofertas increíbles
acompañadas de música de moda. Ciro cantaba. El sol caminaba potentísimo, pero
hacía un aire tan fresco en la tierra que el espíritu de Ciro se vio reanimado.
Entonces supuso que la mujer de aquella tienda le volvería a correr de su
negocio con manguerazos de agua helada, sin importarle si llevaba o no dinero
para comprar, de modo que no merecía la pena exponerse. Así que paró de caminar
(lo había hecho por diez cuadras desde la parada de autobuses donde encontró al
anciano del periódico) y pensó que la
escena de esa tenducha se iba repetir en cualquier sitio. Estuvo sin moverse
por un par de minutos, un poco adormecido aún por el efecto de la droga que se
propuso olvidar para siempre. Entonces pasó junto a Ciro un hombre y su
carretón de panes con jamón. Le saldría exacto: cincuenta centavos por el pan y
un refresco; perfecto, pero no contábamos con que Ciro abandonaría el hambre
para darle nueva vida a las ideas. Las moneditas hacían que le sudara
inconteniblemente la mano izquierda. Dejó ir al hombre y a su carretón, y a sus panes, y a sus refrescos y guardó en
el mugroso bolsillo las monedas, por si acaso. Luego suspiró cavilando sobre
cómo se empieza a cambiar el mundo, en especial cuando no se tiene ninguna
experiencia en ello. Lo único bueno, pensó, es que nunca voy a tener hambre de
nuevo.
Cerca de
Ciro Jandres, el vagabundo que pensaba, se halló Esteban Vásquez, el vagabundo
que se preguntaba qué estaba haciendo ese imbécil ahí parado. Y con esas
palabras exactas se lo preguntó: ¿Qué estás haciendo ahí parado? Ciro reaccionó
al instante con felicidad, pues sin quererlo había hallado a quien convertir en
Sancho para su aventura quijotesca. Esteban, contrario a Ciro, sí había
comprado un pan al hombre del carretón, aunque no le alcanzó el dinero para un
refresco.
--Pues
nada. Mirá... Que yo te quería preguntar una cosa.
--¿El
qué?-- reaccionó rápido Esteban atragantándose, para evitar que su colega le
pidiera.
--Fijate
que conozco de un lugar --explicó Ciro-- donde nadie necesita beber o comer
para vivir, donde no tenés que andar oliendo un bote de pega a cada rato.
--Vos bolo
estás --replicó Esteban--, cómo te ponés a creer eso.
--Ah, no
creés, acompañame a ver si no es cierto.
Era
mediodía cuando empezaron a caminar juntos.
El sol en
clímax no doblegó la ahora férrea voluntad de Ciro, a quien ya nunca se le
volvió a cruzar un pensamiento de hambre. Esteban se había saciado de un solo
con aquel pan insípido, porque la pega de zapatero también colaboró un poco.
Ciro levantó su mano derecha y cubrió con ella sus ojos del sol, mientras
charlaba consigo mismo acerca de la magnífica
realidad que pronto sustituiría a la peste mal nacida en la que vivían, si a
eso se le podía llamar vivir. Había notado algunas particularidades en esa
mañana de abril que, pensó, serían narradas a detalle tiempo después en los
libros oficiales de estudios sociales y cívica. No bien anduvieron una cuadra
cuando les llamo don Mar (Marcelino), una piltrafa de lo que alguna vez fue un
hombre, que usaba una muleta vieja, encontrada entre los desperdicios de un
hospital público, para reemplazar a su baleada pierna izquierda. Le había
resultado raro que Ciro y Esteban caminaran como Pedro por su casa en una calle
donde bien podrían pedir limosna. Sobre todo le extrañó que caminaran como si
tuvieran un sitio a donde ir.
--A ver,
jóvenes, ¿para dónde?
--Al País
de los sueños cumplidos --gritó Esteban quien se ilusionó muy pronto con el
ideal de no pedir más nunca.
--No
--Corrigió Ciro--, vamos a un sitio donde no pasaremos necesidad.
Eso fue
más que suficiente para don Mar. Cogió su muleta y se levantó del suelo con
tanta vitalidad que nadie que le viera podría creerle de nuevo su cara triste y
desvalida. Ciro se sintió extasiado en ese momento. Mejor de lo que me
esperaba, dijo para su coleto. Y no se había sentido desprotegido en toda la
mañana.
Entonces don Mar inquirió:
--¿Y dónde
queda?
--Cerca
--respondió el vagabundo confiado.
Al
instante empezaron a charlar sobre un mundo nuevo, sobre la ausencia de la
irrompible cadena de la necesidad, sin percatarse de que sus palabras atraían a
muchos otros mendigos, tuertos, mutilados y andrajosos que preguntaban y se
unían, sin un asomo de duda, al nuevo movimiento libertador. Las calles, sin
embargo, seguían luciendo desiertas.
--La gente
no ha salido de sus casas, ¿veá?
--Miedo es
que tienen.
--¿A qué
le teme la gente que come y que se cobija por las noches si tiene frío?
--A
morirse.
--O a la
soledad.
--O a
nosotros...
--O a ser
como nosotros.
Las voces
de los pordioseros se escuchaban lejanas en la cabeza de cada uno. Estaban tan
compenetrados en su sentimiento de liberación que pensaban casi idéntico.
Hablaban y cantaban. Soñaban y casi volaban. Y todo esto a un solo tiempo.
--¿Por qué
es que no hay más gente que nosotros en la calle?
Fue Ciro
el único que se aventuró a responder esto:
--Tienen
un gran presentimiento.
Hacia la
una de la tarde nadie había visto a las personas normales ni en las ventanas de
los edificios, ni en ningún otro lado. Pero no les importaba. Por una vez (y
para siempre) se sintieron plenos. Autónomos, es la palabra indicada. Caminaban
de tal forma que no se entendía que existiera algo más en el universo que ellos
y el camino por el que iban. El paso, presuroso al principio, pronto adquirió
la velocidad del más lento. Y todos eran capaces de reír. Después, con el sol
atento al estremecimiento humano en la tierra, los ignorados de siempre
llegaron a su nueva patria. Henos aquí, pensó Ciro, y las mismas palabras
recorrieron cada mente de pordiosero cercana, junto a una orden sobreentendida:
Despójense. De inmediato los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos,
casi, casi muertos soltaron sus pertenencias seculares y ya no las volvieron a
necesitar. El suelo de sus pies se plagó de cigarrillos normales y prohibidos,
moneditas de mínimas denominaciones, botes y botes de pega de zapatero y demás.
Resultó insólito la cantidad de cosas raras a las que se apegan los vagabundos:
mechones de pelo de muñeca, fotos de gente desconocida, espejos rotos, carritos
de juguete sin ruedas, y cuanto artefacto se piense inverosímil, ahí estaba.
Por último, claro, las ropas viejas.
La que
llamaron su nueva patria era un predio baldío con pocos metros cuadrados de
área, rebalsando de basura inmunda. Ciro sonrió ante esa aparición que se le
antojó celestial. Nuestra casa inmortal, pensó, llegamos al fin, después de
caminar toda la vida. Su nueva patria se hallaba en medio de dos edificios que
subían y subían hasta perderse en medio del Cielo, así como se planeaba fuera
la torre de Babel. Llegamos, gritó Ciro. Llegamos. ¿Llegamos? ¡Llegamos! La
repetición hasta el infinito en las mentes vagabundas.
En el
pandemónium de la nueva patria, sin saberse cómo, empezaron a llegar mendigos
de otras latitudes de la tierra, vagabundos que hablaban otro idioma, tenían
diferentes costumbres al pedir, vestían andrajos diferentes y curiosos, tenían
otros rasgos en el rostro, otro color en la piel, otra manera de odiar al
mundo, pero que lejos de ver sus diferencias veían su semejanza, como tanto
cuesta hacer: Un deseo ferviente de cambio. Seguramente la noticia se regó con
celeridad a través de las muchas vías de comunicación instantánea con las que
ahora se cuenta. Y en cuanto se enteraron, echaron mano de esos recursos
empleados solo en excesivas emergencias, para moverse hasta este pequeño país.
Ciro Jandres gritó alguna palabra de júbilo, repetida en todos los idiomas
disponibles; luego tomó de la mano a Esteban Vásquez, y éste a don Mar, y éste
al siguiente, y éste al siguiente, hasta que se acabó de formar una inmensa
cadena de mugre al desnudo. De esa manera entraron en su nuevo hogar. Uno a uno
se acomodaron en el limitado espacio con
solidaridad, fusionándose todos o desapareciendo en el vacío. Como sea que
fuere, el caso es que, a las dos p.m. la ciudad (el mundo) sin vagabundos,
reaccionó.
Lo más
probable es que los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi,
casi muertos, ya se habían establecido para siempre en otro mundo sin lenguas
y, lo más importante, sin necesidad de pedir. Era un pueblo perfecto, sin
comparaciones ni egoísmos, establecido muy lejos de esta ciudad que vio nacer
al fundador. Y aquí sólo pudieron sorprenderse de no hallar a nadie echado en
las calles con la mano extendida. Poco más tarde un policía requisó temblando
aquel solitario predio baldío. Estaba tan asustado que muchas de las personas
que se acercaban por curiosidad no pudieron entenderle la primera vez que
gritó:
--No hay
nadie.