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lunes, 28 de diciembre de 2015

Fundación


 (Texto rescatado de una gaveta vieja. Y luego de una carpeta que tenía en un correo que ya ni uso. Favor no burlas). 

Junto a los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos se proclamaron a una sola voz en contra del mundo y hallaron un camino hacia la libertad. Fue Ciro Jandres quien tuvo la iniciativa una mañana de abril, en el asombro de la primavera perenne marcada en los rostros que iban, venían y volvían frente a sus ojos hambrientos. Seguramente pensó en comer primero y salir a revolucionar millones de vidas más tarde. De manera que escupió sobre una rata atropellada al tiempo que caminaba sobre las líneas blancas y suponía que su idea era tan buena, pero tan buena que con los años los niños estudiarían sobre su vida en la materia de estudios sociales y cívica. Ya con los pies plantados sobre la otra acera notó que la calle lucía especialmente desierta. Buscó en su bolsillo izquierdo, donde solía guardar las moneditas que le regalaban porque el otro estaba agujereado, y apenas encontró entre la mugre una de esas moneditas: veinticinco centavos. La limpió con una suave caricia, como impregnada del amor que no sentía nunca. De inmediato empezó a cavilar sobre qué podría hacer con ella. Lo más desquiciado, pensó, sería regalársela al cojo de la otra esquina. No reparó en lo significativo que pudo haber sido ese gesto, porque se le presentó una sonrisilla naciente en los labios. Dos alemanas me quitan el hambre, pero me dejan con sed. Como gozaba de todo el tiempo disponible para lo que se le diera la gana, decidió sentarse en la banqueta de la parada de autobuses, al lado de un anciano que leía el periódico mientras esperaba. Fue entonces cuando la ciudad acarreó a él su imagen inmortal, en una ilusión de un instante. Ciro vio cómo la basura y las construcciones incontenibles lo llenaban todo, como en un ataque de asma que empieza y sube y sube hasta que está en la cima, despedazando los pulmones del enfermo. Así, él se sintió perplejo ante el ataque del urbanismo. Los oídos le zumbaban y las manos sudorosas ya no le cabían en el pellejo mientras la ciudad le encajaba la última mordida en lo más profundo de los nervios y le escupía sin misericordia. Temblaba, de seguro, pero no se dio cuenta de ello. El autobús vino de súbito, entre el insoportable barullo de almas que bien pudo figurársele como el Infierno, si lo hubiese visitado y vuelto de él. El anciano abandonó la lectura, enrolló el periódico y se montó al autobús después de regalarle una monedita de veinticinco centavos al mendigo que sudaba y hacía horribles sonidos agónicos junto a él. Ciro apenas y le dijo Dios le bendiga. Y estaba tan aturdido que olvidó un segundo su revolucionaria idea. Última vez que fumo de esa basura, rezongó contra sí mismo en voz quedita, quedita, como si fuera la voz de su conciencia muerta.
            Ciro Jandres permaneció sentado solo en aquella banqueta por un buen rato, ajeno a la inexorable realidad del mundo a su alrededor, esa realidad a la que él asesinaría, según sus propios planes. Sólo pudo reaccionar al lejano murmullo de la vida cuando sus tripas crujieron como un pedazo de madera resquebrajándose. De inmediato se disipó lo poco que restaba del ataque inmisericorde de la ciudad y el murmullo lejano tornó a ser ruidos, gritos, cláxones y una infinidad de movimientos simultáneos cuya descripción no cabría en cien mil páginas. Se levantó y caminó, como había planeado la noche anterior entre la droga y el hambre escabulléndose, entre el frío que dejaba de ser y el mundo que pretendía cambiar. Comprendía muy pocas cosas acerca de la configuración de la sociedad. Sólo sabía que su lugar era la exclusión, donde la principal función de su clase era morirse de hambre justo en medio de un monzón invencible llamado ciudad. Ahora contaba con cincuenta centavos para el desayuno. Según recordaba (y no se equivocó recordando) era la primera vez que tenía para comer bien un desayuno sin haberse visto obligado a extender la mano por horas completas. Un almacén comenzaba a vociferar ofertas increíbles acompañadas de música de moda. Ciro cantaba. El sol caminaba potentísimo, pero hacía un aire tan fresco en la tierra que el espíritu de Ciro se vio reanimado. Entonces supuso que la mujer de aquella tienda le volvería a correr de su negocio con manguerazos de agua helada, sin importarle si llevaba o no dinero para comprar, de modo que no merecía la pena exponerse. Así que paró de caminar (lo había hecho por diez cuadras desde la parada de autobuses donde encontró al anciano del periódico)  y pensó que la escena de esa tenducha se iba repetir en cualquier sitio. Estuvo sin moverse por un par de minutos, un poco adormecido aún por el efecto de la droga que se propuso olvidar para siempre. Entonces pasó junto a Ciro un hombre y su carretón de panes con jamón. Le saldría exacto: cincuenta centavos por el pan y un refresco; perfecto, pero no contábamos con que Ciro abandonaría el hambre para darle nueva vida a las ideas. Las moneditas hacían que le sudara inconteniblemente la mano izquierda. Dejó ir al hombre y a su carretón,  y a sus panes, y a sus refrescos y guardó en el mugroso bolsillo las monedas, por si acaso. Luego suspiró cavilando sobre cómo se empieza a cambiar el mundo, en especial cuando no se tiene ninguna experiencia en ello. Lo único bueno, pensó, es que nunca voy a tener hambre de nuevo.
            Cerca de Ciro Jandres, el vagabundo que pensaba, se halló Esteban Vásquez, el vagabundo que se preguntaba qué estaba haciendo ese imbécil ahí parado. Y con esas palabras exactas se lo preguntó: ¿Qué estás haciendo ahí parado? Ciro reaccionó al instante con felicidad, pues sin quererlo había hallado a quien convertir en Sancho para su aventura quijotesca. Esteban, contrario a Ciro, sí había comprado un pan al hombre del carretón, aunque no le alcanzó el dinero para un refresco.
            --Pues nada. Mirá... Que yo te quería preguntar una cosa.
            --¿El qué?-- reaccionó rápido Esteban atragantándose, para evitar que su colega le pidiera.
            --Fijate que conozco de un lugar --explicó Ciro-- donde nadie necesita beber o comer para vivir, donde no tenés que andar oliendo un bote de pega a cada rato.
            --Vos bolo estás --replicó Esteban--, cómo te ponés a creer eso.
            --Ah, no creés, acompañame a ver si no es cierto.
            Era mediodía cuando empezaron a caminar juntos.
            El sol en clímax no doblegó la ahora férrea voluntad de Ciro, a quien ya nunca se le volvió a cruzar un pensamiento de hambre. Esteban se había saciado de un solo con aquel pan insípido, porque la pega de zapatero también colaboró un poco. Ciro levantó su mano derecha y cubrió con ella sus ojos del sol, mientras charlaba consigo mismo acerca de la  magnífica realidad que pronto sustituiría a la peste mal nacida en la que vivían, si a eso se le podía llamar vivir. Había notado algunas particularidades en esa mañana de abril que, pensó, serían narradas a detalle tiempo después en los libros oficiales de estudios sociales y cívica. No bien anduvieron una cuadra cuando les llamo don Mar (Marcelino), una piltrafa de lo que alguna vez fue un hombre, que usaba una muleta vieja, encontrada entre los desperdicios de un hospital público, para reemplazar a su baleada pierna izquierda. Le había resultado raro que Ciro y Esteban caminaran como Pedro por su casa en una calle donde bien podrían pedir limosna. Sobre todo le extrañó que caminaran como si tuvieran un sitio a donde ir.
            --A ver, jóvenes, ¿para dónde?
            --Al País de los sueños cumplidos --gritó Esteban quien se ilusionó muy pronto con el ideal de no pedir más nunca.
            --No --Corrigió Ciro--, vamos a un sitio donde no pasaremos necesidad.
            Eso fue más que suficiente para don Mar. Cogió su muleta y se levantó del suelo con tanta vitalidad que nadie que le viera podría creerle de nuevo su cara triste y desvalida. Ciro se sintió extasiado en ese momento. Mejor de lo que me esperaba, dijo para su coleto. Y no se había sentido desprotegido en toda la mañana.
Entonces don Mar inquirió:
            --¿Y dónde queda?
            --Cerca --respondió el vagabundo confiado.
            Al instante empezaron a charlar sobre un mundo nuevo, sobre la ausencia de la irrompible cadena de la necesidad, sin percatarse de que sus palabras atraían a muchos otros mendigos, tuertos, mutilados y andrajosos que preguntaban y se unían, sin un asomo de duda, al nuevo movimiento libertador. Las calles, sin embargo, seguían luciendo desiertas.
            --La gente no ha salido de sus casas, ¿veá?
            --Miedo es que tienen.
            --¿A qué le teme la gente que come y que se cobija por las noches si tiene frío?
            --A morirse.
            --O a la soledad.
            --O a nosotros...
            --O a ser como nosotros.
            Las voces de los pordioseros se escuchaban lejanas en la cabeza de cada uno. Estaban tan compenetrados en su sentimiento de liberación que pensaban casi idéntico. Hablaban y cantaban. Soñaban y casi volaban. Y todo esto a un solo tiempo.
            --¿Por qué es que no hay más gente que nosotros en la calle?
            Fue Ciro el único que se aventuró a responder esto:
            --Tienen un gran presentimiento.
            Hacia la una de la tarde nadie había visto a las personas normales ni en las ventanas de los edificios, ni en ningún otro lado. Pero no les importaba. Por una vez (y para siempre) se sintieron plenos. Autónomos, es la palabra indicada. Caminaban de tal forma que no se entendía que existiera algo más en el universo que ellos y el camino por el que iban. El paso, presuroso al principio, pronto adquirió la velocidad del más lento. Y todos eran capaces de reír. Después, con el sol atento al estremecimiento humano en la tierra, los ignorados de siempre llegaron a su nueva patria. Henos aquí, pensó Ciro, y las mismas palabras recorrieron cada mente de pordiosero cercana, junto a una orden sobreentendida: Despójense. De inmediato los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos soltaron sus pertenencias seculares y ya no las volvieron a necesitar. El suelo de sus pies se plagó de cigarrillos normales y prohibidos, moneditas de mínimas denominaciones, botes y botes de pega de zapatero y demás. Resultó insólito la cantidad de cosas raras a las que se apegan los vagabundos: mechones de pelo de muñeca, fotos de gente desconocida, espejos rotos, carritos de juguete sin ruedas, y cuanto artefacto se piense inverosímil, ahí estaba. Por último, claro, las ropas viejas.
            La que llamaron su nueva patria era un predio baldío con pocos metros cuadrados de área, rebalsando de basura inmunda. Ciro sonrió ante esa aparición que se le antojó celestial. Nuestra casa inmortal, pensó, llegamos al fin, después de caminar toda la vida. Su nueva patria se hallaba en medio de dos edificios que subían y subían hasta perderse en medio del Cielo, así como se planeaba fuera la torre de Babel. Llegamos, gritó Ciro. Llegamos. ¿Llegamos? ¡Llegamos! La repetición hasta el infinito en las mentes vagabundas.
            En el pandemónium de la nueva patria, sin saberse cómo, empezaron a llegar mendigos de otras latitudes de la tierra, vagabundos que hablaban otro idioma, tenían diferentes costumbres al pedir, vestían andrajos diferentes y curiosos, tenían otros rasgos en el rostro, otro color en la piel, otra manera de odiar al mundo, pero que lejos de ver sus diferencias veían su semejanza, como tanto cuesta hacer: Un deseo ferviente de cambio. Seguramente la noticia se regó con celeridad a través de las muchas vías de comunicación instantánea con las que ahora se cuenta. Y en cuanto se enteraron, echaron mano de esos recursos empleados solo en excesivas emergencias, para moverse hasta este pequeño país. Ciro Jandres gritó alguna palabra de júbilo, repetida en todos los idiomas disponibles; luego tomó de la mano a Esteban Vásquez, y éste a don Mar, y éste al siguiente, y éste al siguiente, hasta que se acabó de formar una inmensa cadena de mugre al desnudo. De esa manera entraron en su nuevo hogar. Uno a uno se acomodaron en  el limitado espacio con solidaridad, fusionándose todos o desapareciendo en el vacío. Como sea que fuere, el caso es que, a las dos p.m. la ciudad (el mundo) sin vagabundos, reaccionó.
            Lo más probable es que los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos, ya se habían establecido para siempre en otro mundo sin lenguas y, lo más importante, sin necesidad de pedir. Era un pueblo perfecto, sin comparaciones ni egoísmos, establecido muy lejos de esta ciudad que vio nacer al fundador. Y aquí sólo pudieron sorprenderse de no hallar a nadie echado en las calles con la mano extendida. Poco más tarde un policía requisó temblando aquel solitario predio baldío. Estaba tan asustado que muchas de las personas que se acercaban por curiosidad no pudieron entenderle la primera vez que gritó:

            --No hay nadie. 

Indignado/Indiferente

Hace unas horas un amigo cercano me contó sobre el asesinato de un compañero de la U. El tema se ha vuelto cada vez más común, ya no estoy obligado a mostrarme tan sorprendido, pero logré responder un "lo siento mucho" bien intencionado. Inmediatamente después me aclaró, "lo decapitaron", porque sabía que el morbo natural de la conversación me llevaría a preguntarle los detalles. Él estaba asustado, no solo por las circunstancias, sino porque el chero es unos años menor a nosotros, colega suyo, y aparentemente una buena persona, cuesta enterarse de casos similares y no verse uno mismo en ese espejo, ¿y si me tocara a mí? Yo estaba asustado, aún lo estoy pero no tanto por el asesinato y las maneras sino asustado de mí mismo.

Durante varias horas traté de indignarme, sentir algo, que me repugnara el acto como corresponde cuando cortaron la vida de un veinteañero, me imaginé los horribles detalles, la reacción de la familia, mi propia reacción de haber sido amigo mío, o incluso mi pareja. No pude sentir nada, me sentí familiarizado con el hecho. Y eso fue precisamente lo que me asustó.

He tenido diversas pláticas similares a lo largo de mi vida adulta, la vez que balearon a la amiga de mi hermano, cuando mataron al papá de un compañero de clases, cuando desapareció un amigo de la infancia, todas las que han llevado a la misma triste conclusión de siempre, de todos nosotros y de todos los días: pobre chavo, pobre familia, pobre país. Luego un silencio confuso y la indiferencia hasta que ocurre de nuevo. Hemos sabido de muchos asesinatos, tantos como seguramente los jóvenes en países en guerra han visto. Nos hemos acostumbrado a averiguar qué tan peligroso es un lugar antes de pensar visitarlo, a escondernos el celular cuando subimos a un bus, a la paranoia de andar por una calle que no conocemos muy bien. Ya nos parece natural que se suban a asaltar en quincena y que los robos aumenten terriblemente a final de año. Y entre todo esto, sangre. Celebramos al 'terrorista' muerto (que el término terrorista se viene usando muy mal en la prensa local, bue...) como si fuera la última victoria que nos garantiza la paz absoluta y no nos detenemos a pensar en el monstruo que este país se ha convertido. 

El Salvador, todos los días.



Siendo muy francos, el salvadoreño promedio está fascinado con el tema. Ahí está el público de 4visión y similares atentos al medio hasta que sale la macabra cifra de asesinatos diarios, o los idiotas que andan proponiendo pena de muerte (en un sistema judicial tan efectivo como el nuestro, ajá) o tramitando permisos para armas a lo bestia. 

El problema de la violencia no tiene fin claro. Tan sencillo, ¿no? Nos toca irnos de acá. Pero quizás nos puede ir mejor si por unos días nos proponemos a convivir en nuestro entorno en paz. Acatando las reglas cuando manejás, no puteando a medio mundo en la calle, no tomando ventaja de otros solo porque podés, respetando las elecciones y vida de otros. Vamos que este problema no se va solucionar así nomás, pero qué bueno sería iniciar por sensibilizarnos un poco, aunque sea en las cosas más cotidianas y banales. 





martes, 28 de abril de 2015

Último Preso

(¡ay!)

No pegué el ojo en toda la noche. Distinguí entre el sopor de mi fatigada mirada unos cuerpos mutilados, ensangrentados, el piso rojo que trapeaba doña Faustina. Me calmé con palabras musitadas. No debía angustiarme, es lo que me ocurrió ayer, seguramente. Pedí permiso de entrar a ver a mi madre. Me fue concedido sin ningún problema, bajo la advertencia reiterada: No es prudente que se haga ilusiones, mi amigo. Mamá se veía muy sana, juguetona incluso. Reía con cotidianidad. Me preguntó por Claudia, por Eulalio, por Erica, mi esposa, y por mí. En este punto su voz se volvió severa. Que cómo me sentía. Que tenés que cuidarte. Que muchas cosas más. Despreocúpese, le dije, estoy más vivo que la vida. Ella me vio con reprobación. Movió negativamente la cabeza, y me suplicó que le diera un beso. Entonces me quedé dormido.
Me he enterado, además, que hubo una guerra. Me lo supuse. Algunos años, desde mi celda, alcanzaba a escuchar las balaceras. El pueblecito que tenía vecindad con la prisión desapareció, dejando como sobreviviente a una sola mujer que escapó entre el ganado del batallón mortuorio. Esa mujer acaba de morir. Por cierto, he estado leyendo su testimonio. Me parece irónico que mencione mi torre como una mala señal, de la que se alejaba feliz, porque eso indicaba, además, que se alejaba de su propio pueblo. Pero la guerra es lo de menos. Total, yo ni la viví.
El día lunes Claudia me pidió que resolviera el asunto de su casa. No precisaba más de ella, así que fui, recogí sus cosas, hablé con el arrendatario y le pagué el mes pendiente más la multa por mora, luego se lo cobraría a mi hermana. No es que fuera un avaro (no me malentendás), lo que pasa es que yo estaba pagando las últimas cuotas de mi propia casa, y el dinero apenas me salía justo. Noté que este hombre también se me quedó viendo de manera extraña. En el interior de su oficina guardaba unos afiches del partido de izquierda. Le estreché la mano por cortesía. Los muebles son suyos, ¿cierto? Sí, salúdeme a su hermana y dígale que lamentamos lo de su marido, un buen tipo a la verdad. No dejaba zafarme. Me clavó una mirada y un consejo extraño: usted es muy valiente, a la verdad, pero no debería salir a la calle, se expone usted demasiado. Es cierto que no le pueden probar nada, pero lo suyo es un secreto a voces, una certeza sin pruebas. Este fue el único recuerdo que en mi cuartico gris me dio indicios que hice algo terrible contra la sociedad: Era un prófugo, pero no me daba para más la suposición. Aquel hombre seguro se confundió, pensaba. Ahora estoy cierto en esto. Eulalio me lo confirmó. Yo carecía de filiación política. Sólo hallé una forma de librarme del arrendatario.
--Claro, claro. Gracias.
La ropa de mi hermana era muy poca. De su marido había mucho menos. Una vecina me vio y me dijo que los policías vinieron a requisar, y que se llevaron un buen número de cosas. El arrendatario ya me lo había dicho, eso creo. Luego salió un hombre, su marido, me vio despectivamente y regañó a la mujer, la jaló para adentro. A mí no me dirigió la palabra. Me pareció escuchar algo como: Él es el cuñado, acordate. No le di importancia, hasta creo que lo estoy inventando. Quién sabe. Puse toda la ropa en una sola bolsa, las cosas del marido de Claudia en una cajita insignificante, y la bisutería y el maquillaje de ella en otra un poco más grande. Lo coloqué todo en los asientos traseros del coche y regresé a casa de mamá. Mi hermano y Erica ya estaban almorzando. En serio que hoy me levanté tarde, dije. Qué bueno que estoy de vacaciones. Comí en absoluto silencio. Sí dijo Eulalio, por eso Claudia se molestó y se fue en bus. Después del almuerzo Claudia y yo fuimos al cuarto de mis padres, donde ya nos habíamos instalado, hicimos el amor, fue la última vez que lo hice, y luego: Tenemos que hablar en serio. Qué ocurre, le pregunte. No tiene sentido que gastemos tanto, nuestros ahorros se terminaron ya, sólo queda un poco. Me frustró un poco su actitud; por un instante, aclaro, me pareció sumamente materialista, mas luego comprendí la verdad, no era que le valiera un ápice la más que cierta muerte de mamá, no, tenía toda la razón al hablar. Qué proponés. Pues qué más, nuestra casa es muy grande y nosotros aún no tenemos hijos, propongo que vendamos esta y nos llevemos a tus hermanos a vivir a aquella. No reaccioné. No podía hacerlo. Me impresioné y no logré ver los alcances de las palabras de Erica. Di un suspiro extraño y me metí al baño. Cuando salí, Erica ya no estaba, pero yo iba decidido a darle la razón. Había que empezar a buscar comprador de inmediato, tanto porque cuesta hallar uno, tanto para que no nos fuéramos a arrepentir. Dolería, era mi vida, en esa preciosa e imperfecta casa. Podría venderse a un buen precio con unas cuantas modificaciones. Pero me dolía, y mucho.
¡He comprendido! Justo en este segundo. Erica fue un ser de luz, de buenos sentimientos, que me amaba y que se suicido algún tiempo más tarde. La pobrecilla me esperó por quince años, llorando cada día (según me lo dijo Eulalio), hasta esa tarde navideña cuando se tomó medio frasco de pastillas de no-sé-qué. No fue ella quien habló mal de mí, ni quien me hundió en el fango, fue la esposa de otro hombre, quien mató al presidente, con quien me confundieron. Claro, es obvio. Aunque aquí caben dos posibilidades.
Uno. La mujer tal, furiosa con su marido por algún asunto irreconciliable de pareja, se decidió tomar venganza. Entonces, por supuesto, lo marcó, lo delató, dio detalles para hundirlo. La muy malvada. Por que se entiende que un criminal no puede tener por mujer sino a un ser análogo. ¿Pero qué estoy diciendo? Yo no soy psicólogo, hablo de ira, de pura cólera.
Dos. La mujer, tal, sabedora de que su marido estaba oculto comprendió que era una especie de doble a quien acusaban, entonces decidió matarlo(me) para librar a su esposo, quizás cambiándole la apariencia.
Ese día lunes, por la tarde, el vicepresidente tomó  a su cargo la presidencia, no sin aclarar que el culpable del horrendo asesinato a sangre fría pagaría, sea quien fuere. Estuve de acuerdo como quien hoy en día lo está con el reciclaje.
Oscureció de nuevo en silencio.



El martes que llegó era el fin de una semana de vacaciones. Eulalio y yo salimos le dejaría en la escuela, como siempre. Erica era vendedora en un almacén cercano a casa. Claudia estaba desempleada y se encargaría sola de cuidar a mamá. En cuanto a mí, también era vendedor pero trabajaba en una tienda de ropa mucho más grande y lejana a mi casa. No pude dejar de notar lo extraño que me veían todos. De un automóvil al mío. Desde la acera.
Como siempre lo hacía, dejé a Eulalio a una cuadra de la escuela, porque el tráfico de niños y microbuses hacía imposible el paso a mi coche. Me despedí. Cuando él estaba a dos pasos, soné el claxon. Volteó a ver. Saqué la cabeza por la ventanilla y grité, vení. Me hizo caso, hemos venido muy temprano, me dijo. Qué pasa, agregó. Mirá, sé el mucho amor, el infinito amor que le tenés a mamá; Claudia y yo, Erica incluso, también se lo tenemos, sin embargo ella está muriendo y debés ser fuerte, he visto cómo te has desmejorado estos días, eso no está bien, así es la vida. Él asentía con la cabeza. Al final dijo frases incompletas y salió del automóvil. Huí del sitio a toda prisa.
¿Podría en ese momento sospechar que en la tarde del día siguiente mis palabras se volverían realidad? Q.E.P.D.
Fue en el parque mientras cedía el paso, que un policía acabó de identificarme. Oríllese, me gritó desde la patrulla. Yo, por supuesto, obedecí.
--¿Necesita mi licencia, oficial?
--No, nada de eso. Acompáñenos.
Y al decir esto recibí un fuerte golpe. Me fue imposible comprender lo que pasaba. En la cárcel me dijeron que estaba siendo acusado de homicidio y que debía someterme a juicio. Les tomó un mes decidirse a aislarme y a mí treinta años saber la verdad. Eulalio me la contó. El gobierno tranquilizó al pueblo, ya el asesino está encerrado, fue condenado a la pena de muerte. A mi familia, por lo menos, la absolvieron de toda culpa, pero debieron cambiarse de casa al otro lado del país, a un oasis tranquilo en donde la guerra ni se sintió. Eso dicen ellos y los libros oficiales de estudios sociales y cívica. En la comisaría les dijeron que ya yo estaba muerto. A medias era la verdad
Así, mi historia.
Así, mi vida.



Vine hasta acá, la casa de mi infancia, vine muchas veces en espíritu. Me paseé por aquí, a pesar que ahora es un enorme centro comercial. La gente que me mira ha cambiado se visten, hablan, viven, son, diferente. Creen que estoy loco porque hablo conmigo mismo. No sospechan la verdad. Con el dinero que me dieron más me vale hacerlo.
Ahora lo que me gusta de la radio (ella también ha cambiado), no son esos boleritos que ya casi no tienen público, sino la música de un tal Julián…


domingo, 19 de abril de 2015

Preso Tres

(Siendo francos, hubiera querido revisar la historia y editarla quizás una última vez, digo para que no se viera tan naïve. Ya qué.)



 Recapitulemos lo que me causó el mal. El viernes acaecieron las declaraciones del señor presidente. El día sábado, como cosa rara, visité a mi tía por parte de madre. Entonces estaba viviendo en un pueblo a ocho kilómetros de nuestra ciudad. El camino hasta allá era sumamente engorroso, no tanto por el propio largo del camino, sino por lo irregular del suelo. Resulta molesto el constante movimiento de hamaca en el autobús, en especial cuando este armatoste va tan saturado de gente. Me lo pidió mi madre, seguramente querría contarle uno de esos secretillos más que graves ridículos, o acaso preguntarle si tenía algún recado para alguien que ya estaba del lado de los difuntos. Cuando llegué a su casa me saludó como si yo fuera vecino suyo, sin desconocer el parentesco, claro, pero con una rara frialdad. Me dio la impresión que sabía de mi inopinada visita. Uno de sus hijos más chicos estaba sujeto a sus faldas.  Mi tía me ofreció una fruta de temporada, que yo acepté. Le platiqué del asunto que me movía a visitarla. Vamos, me dijo. Y antes de salir me regaló una bolsa llena de aquella fruta, según su costumbre de no dejar ir a visitante con las manos vacías. Pasamos a casa de uno de mis primos, quien ya vivía con su esposa, y le dejó encargados a sus dos pequeños mugrientos. Solamente se cambió de blusa, y se perfumó un poco. Era una esencia muy dulce, parecida a la que mi hermano usa hoy en día. Ya sabés que mis recuerdos no están del todo limpios, ¿cierto?, no sería raro que exagerase o degenerase la información.
Sin embargo, me parece bastante específica la imagen mental que de mi tía guardo, saliendo del cuarto de mamá cuando yo me disponía entrar.
--Dejala, quiere dormir.
--¿Cómo la vio?
--Tranquila, bastante tranquila. Dice que su final está muy cerca.
Me resultaron impactantes sus palabras, por eso las guardo con especial dedicación.
Mi tía pudo haber pasado por gemela idéntica de mi madre con unos cuantos trucos bajeros de maquillaje, a pesar de que era unos años más joven, en parte porque una era sucesiva de la otra, en parte porque ambas padecían enfermedades reumáticas desde la temprana adolescencia. Por esta razón es que me impactaron aquel par de frases, era como si oyese a mi propia madre hablar de su muerte. Llevé a mi tía a la cafetería del hospital, y ahí fue donde ocurrió lo más extraño de todo. Nuevas palabras de impacto:
--Está muy afligida.
--¿Cómo? Hace un momento me dijo usted que estaba tranquila.
--No por ella, por vos.
--Está muy afligida por mí –repetí sin entonación alguna.
--Sí. Dice que ve tu muerte más próxima que la tuya.
--El doctor nos habló de unas alucinaciones. No debe usted tomar en serio lo que le diga.
--Yo la conozco. Sé como es ella para hablar.
La conversación se cortó de súbito. Ella bebía con la solemnidad propiamente suya a la hora del café. Luego me vio de manera extraña y remató:
--Ese también es mi presentimiento.
Caía la noche.


Dormí como una piedra. Estaba muy cansado, acaso demasiado como para sentir algún tipo de angustia por las palabras de mi tía. En verdad, ellas siempre fueron muy exactas cuando ambas veían venir el mismo acontecimiento. Supieron predecir, para dar al menos un ejemplo, la fecha exacta de mi nacimiento un año antes del matrimonio de mis padres. Está de pensarse, debí murmurar en algún momento.
Desperté, y mi mujer estaba a mi lado, sujetándome con sus piernas. Intenté zafarme sin despertarla, pero ella tenía los ojos abiertos. ¿Adónde vas?, me preguntó. Su voz era muy suave, a tal grado que se me figuró que pude entenderla apenas por el movimiento de sus labios. Le contesté que mi obligación era estar con mamá en sus últimos momentos. Ella me sonrió con esa mezcla seráfica de compasión y amor profundo. Después me dijo algo que ocasionó un retraso en mi salida de casa.
--La niña que tengamos se llamará como mi suegra.
Me bañé y salí de mi casa a toda carrera. Desayunaría cerca del hospital.  Dejé aparcado mi coche a unas cinco casas de la que pertenecía a mi madre. Toqué a la puerta y mi hermano apareció instantáneamente. Vamos, me dijo. Cerró con doble, y echó un vistazo desde la acera para asegurarse nuevamente que las ventanas estuvieran cerradas, y que había dejado una luz encendida  en la sala. Hizo esto para que los posibles ladrones pensaran que alguien permanecía en casa. Una vecina le gritó desde su puerta. La recuerdo bien, pensé, es la madre de mi primera novia. Tendría yo unos diez años.
--Salúdame a doña Eduviges. Díganle que todos oramos por ella.
Nos despedimos con una sonrisa triste. Entramos al carro, y mi hermano me dijo que su novia era hija de esa señora.
--Claro –le contesté con risilla disimulada--, creo que ya lo sabía.
El camino fue largo. Tedioso. Hubo un tremendo congestionamiento. La música que escucha Eulalio, dije para mi coleto, es bastante ruidosa. A estas alturas de la vida no sabría identificarla. Unos metros más adelante descubrimos que una manifestación, del partido gobernante, provocaba la trabazón. Mi hermano aclaró: Hoy en la madrugada mataron al presidente.
Le di la importancia que imaginas: ninguna. Mire con cierta lujuria a una joven de la manifestación; era bonita en verdad, a pesar de la ya notoria sudoración, la expresión de furia en los ojos y las ropas algo sucias. Ella me vio, y pareció que me conocía, porque me señaló y empezó a comentar con un correligionario suyo acerca de mí. Eso supuse yo. Eso creo recordar.
Hablando de una cosa por otra, Eulalio se ve muy desmejorado. Ha envejecido considerablemente, incluso más de lo que me pude esperar. Luce más viejo que yo; y eso que le llevo doce años.
Cuando arribábamos al hospital se escuchó un escándalo lejano. Dejamos el auto estacionado y le restamos importancia al asunto. Nos dirigimos sin más a la habitación de mamá. Allá estaba Claudia, nuestra hermana. Apenas dos años más joven que yo. Había pasado la última noche velando en vida a la enferma. Estaba exhausta. Triste. Derrotada. Sola. Llorando. Hola. Hola. Cómo sigue. Lo mismo. Qué ha comentado el doctor. Sigue sugiriendo la eutanasia. Doña Eduviges moría lentamente. Ya no podía comer por sí misma. Sin embargo ese domingo, cuando hablábamos de nostálgica manera en torno suyo, despertó. Mejora, dijo el médico, pero no es prudente hacerse ilusiones falsas. Le desobedecimos y creamos castillos en el aire. Siempre es muy difícil aceptar que los seres humanos no somos inmortales.
Claudia me abrazaba como cuando niños.
Estaba realmente fría. Devastada, describíase sola.
--¿Qué ocurre? –le pregunté.
--Nada. Estos días me han golpeado con furia.
--Eulalio no ha querido decírmelo con claridad.  Contame, tal vez te haga bien hablar conmigo.
--Cierto.
Callamos. Al rato volví a insistir.
--¿Qué ocurre?
Claudia, separándome de ella, dijo aquella frase con tanta paz, que me pareció erróneamente que no le importaba lo más mínimo.
--Ayer secuestraron a mi marido. Lo tiene el gobierno.
 Callé. Me alejé de ahí. Pensaba. De pronto reparé en Eulalio. Había crecido de indecible manera. Ya es hombre, dije exagerando, pues no pasaba de quince años. Claudia y yo fuimos muy desconsiderados cuando decidimos hacer nuestras vidas aparte y dar apenas una pequeña cuota para que nuestra madre acabara de criarlo. Él terminó cuidándola.
Al rato empezó aquel célebre barullo. La gran batalla que tiró dos edificios históricos de la Capital, en el afán de ganar una guerra.
--Señorita, señorita. ¿Pasa algo malo?
--Hay un tiroteo afuera, señora –dijo la imprudente.
Corrí con mis hermanos. No fue Claudia, sino Eulalio quien lloraba. Fue una época bastante cruel, dijo Claudia uno de estos días, convivimos y saludamos a la muerte a cada segundo. He sabido que su esposo fue hallado muerto y decapitado dos días después de mi encierro. Ella volvió a casarse. Lo hizo con un hombre que conoció en el parque central, durante las celebraciones de la firma de los acuerdos de paz. Fue un encuentro fugaz, apenas intercambio de nombres, que no habría tenido repercusiones ningunas, a no ser porque ese hombre resultó mudándose a la colonia donde se estableció la familia. Al mismo tiempo consiguió trabajo en una imprenta pequeña. Pagó los estudios de Eulalio. Ahora mi hermano trabaja en un lugar llamado Call Center, hablando en inglés y devengando extremadamente bien.
Se llama Ronaldo el nuevo esposo de mi hermana. Olvidé decirlo oportunamente.
Nos abrazamos largo tiempo. En el suelo. Las enfermeras pasaban y fingían: Ya se está calmando. Así, indefinida cantidad de minutos. El hospital hedía a vómito. De pronto el silencio sepulcral. Y a lo lejos el estruendo del edificio. Pasados otros minutos, más silencio. El vacío. Eco del aire. Nos levantamos y llevé a mis hermanos a casa, ambos dormirían en casa de mamá. Nos esperaba mi esposa, con un almuerzo delicioso en verdad. Comentamos en voz baja acerca de los acontecimientos. Relaté la mirada de la muchacha en la manifestación. Qué lejos estaban los tiempos en que nos carcajeamos en las comidas, con ese lugar vacante ocupado por una señora locuaz, y la felicidad sobre nuestras cabezas anidando como un pájaro que luego de una intensa búsqueda ha encontrado su cuna.
Me despedí: Duerman, descansen. Un beso. Adiós.
Era mi turno de velar el sueño de mamá, e informar a los otros si se presentaba algún problema (eufemismo que utilizábamos por la palabra muerte). Volvió a oscurecer.

@rober_ramirez