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domingo, 19 de abril de 2015

Preso Tres

(Siendo francos, hubiera querido revisar la historia y editarla quizás una última vez, digo para que no se viera tan naïve. Ya qué.)



 Recapitulemos lo que me causó el mal. El viernes acaecieron las declaraciones del señor presidente. El día sábado, como cosa rara, visité a mi tía por parte de madre. Entonces estaba viviendo en un pueblo a ocho kilómetros de nuestra ciudad. El camino hasta allá era sumamente engorroso, no tanto por el propio largo del camino, sino por lo irregular del suelo. Resulta molesto el constante movimiento de hamaca en el autobús, en especial cuando este armatoste va tan saturado de gente. Me lo pidió mi madre, seguramente querría contarle uno de esos secretillos más que graves ridículos, o acaso preguntarle si tenía algún recado para alguien que ya estaba del lado de los difuntos. Cuando llegué a su casa me saludó como si yo fuera vecino suyo, sin desconocer el parentesco, claro, pero con una rara frialdad. Me dio la impresión que sabía de mi inopinada visita. Uno de sus hijos más chicos estaba sujeto a sus faldas.  Mi tía me ofreció una fruta de temporada, que yo acepté. Le platiqué del asunto que me movía a visitarla. Vamos, me dijo. Y antes de salir me regaló una bolsa llena de aquella fruta, según su costumbre de no dejar ir a visitante con las manos vacías. Pasamos a casa de uno de mis primos, quien ya vivía con su esposa, y le dejó encargados a sus dos pequeños mugrientos. Solamente se cambió de blusa, y se perfumó un poco. Era una esencia muy dulce, parecida a la que mi hermano usa hoy en día. Ya sabés que mis recuerdos no están del todo limpios, ¿cierto?, no sería raro que exagerase o degenerase la información.
Sin embargo, me parece bastante específica la imagen mental que de mi tía guardo, saliendo del cuarto de mamá cuando yo me disponía entrar.
--Dejala, quiere dormir.
--¿Cómo la vio?
--Tranquila, bastante tranquila. Dice que su final está muy cerca.
Me resultaron impactantes sus palabras, por eso las guardo con especial dedicación.
Mi tía pudo haber pasado por gemela idéntica de mi madre con unos cuantos trucos bajeros de maquillaje, a pesar de que era unos años más joven, en parte porque una era sucesiva de la otra, en parte porque ambas padecían enfermedades reumáticas desde la temprana adolescencia. Por esta razón es que me impactaron aquel par de frases, era como si oyese a mi propia madre hablar de su muerte. Llevé a mi tía a la cafetería del hospital, y ahí fue donde ocurrió lo más extraño de todo. Nuevas palabras de impacto:
--Está muy afligida.
--¿Cómo? Hace un momento me dijo usted que estaba tranquila.
--No por ella, por vos.
--Está muy afligida por mí –repetí sin entonación alguna.
--Sí. Dice que ve tu muerte más próxima que la tuya.
--El doctor nos habló de unas alucinaciones. No debe usted tomar en serio lo que le diga.
--Yo la conozco. Sé como es ella para hablar.
La conversación se cortó de súbito. Ella bebía con la solemnidad propiamente suya a la hora del café. Luego me vio de manera extraña y remató:
--Ese también es mi presentimiento.
Caía la noche.


Dormí como una piedra. Estaba muy cansado, acaso demasiado como para sentir algún tipo de angustia por las palabras de mi tía. En verdad, ellas siempre fueron muy exactas cuando ambas veían venir el mismo acontecimiento. Supieron predecir, para dar al menos un ejemplo, la fecha exacta de mi nacimiento un año antes del matrimonio de mis padres. Está de pensarse, debí murmurar en algún momento.
Desperté, y mi mujer estaba a mi lado, sujetándome con sus piernas. Intenté zafarme sin despertarla, pero ella tenía los ojos abiertos. ¿Adónde vas?, me preguntó. Su voz era muy suave, a tal grado que se me figuró que pude entenderla apenas por el movimiento de sus labios. Le contesté que mi obligación era estar con mamá en sus últimos momentos. Ella me sonrió con esa mezcla seráfica de compasión y amor profundo. Después me dijo algo que ocasionó un retraso en mi salida de casa.
--La niña que tengamos se llamará como mi suegra.
Me bañé y salí de mi casa a toda carrera. Desayunaría cerca del hospital.  Dejé aparcado mi coche a unas cinco casas de la que pertenecía a mi madre. Toqué a la puerta y mi hermano apareció instantáneamente. Vamos, me dijo. Cerró con doble, y echó un vistazo desde la acera para asegurarse nuevamente que las ventanas estuvieran cerradas, y que había dejado una luz encendida  en la sala. Hizo esto para que los posibles ladrones pensaran que alguien permanecía en casa. Una vecina le gritó desde su puerta. La recuerdo bien, pensé, es la madre de mi primera novia. Tendría yo unos diez años.
--Salúdame a doña Eduviges. Díganle que todos oramos por ella.
Nos despedimos con una sonrisa triste. Entramos al carro, y mi hermano me dijo que su novia era hija de esa señora.
--Claro –le contesté con risilla disimulada--, creo que ya lo sabía.
El camino fue largo. Tedioso. Hubo un tremendo congestionamiento. La música que escucha Eulalio, dije para mi coleto, es bastante ruidosa. A estas alturas de la vida no sabría identificarla. Unos metros más adelante descubrimos que una manifestación, del partido gobernante, provocaba la trabazón. Mi hermano aclaró: Hoy en la madrugada mataron al presidente.
Le di la importancia que imaginas: ninguna. Mire con cierta lujuria a una joven de la manifestación; era bonita en verdad, a pesar de la ya notoria sudoración, la expresión de furia en los ojos y las ropas algo sucias. Ella me vio, y pareció que me conocía, porque me señaló y empezó a comentar con un correligionario suyo acerca de mí. Eso supuse yo. Eso creo recordar.
Hablando de una cosa por otra, Eulalio se ve muy desmejorado. Ha envejecido considerablemente, incluso más de lo que me pude esperar. Luce más viejo que yo; y eso que le llevo doce años.
Cuando arribábamos al hospital se escuchó un escándalo lejano. Dejamos el auto estacionado y le restamos importancia al asunto. Nos dirigimos sin más a la habitación de mamá. Allá estaba Claudia, nuestra hermana. Apenas dos años más joven que yo. Había pasado la última noche velando en vida a la enferma. Estaba exhausta. Triste. Derrotada. Sola. Llorando. Hola. Hola. Cómo sigue. Lo mismo. Qué ha comentado el doctor. Sigue sugiriendo la eutanasia. Doña Eduviges moría lentamente. Ya no podía comer por sí misma. Sin embargo ese domingo, cuando hablábamos de nostálgica manera en torno suyo, despertó. Mejora, dijo el médico, pero no es prudente hacerse ilusiones falsas. Le desobedecimos y creamos castillos en el aire. Siempre es muy difícil aceptar que los seres humanos no somos inmortales.
Claudia me abrazaba como cuando niños.
Estaba realmente fría. Devastada, describíase sola.
--¿Qué ocurre? –le pregunté.
--Nada. Estos días me han golpeado con furia.
--Eulalio no ha querido decírmelo con claridad.  Contame, tal vez te haga bien hablar conmigo.
--Cierto.
Callamos. Al rato volví a insistir.
--¿Qué ocurre?
Claudia, separándome de ella, dijo aquella frase con tanta paz, que me pareció erróneamente que no le importaba lo más mínimo.
--Ayer secuestraron a mi marido. Lo tiene el gobierno.
 Callé. Me alejé de ahí. Pensaba. De pronto reparé en Eulalio. Había crecido de indecible manera. Ya es hombre, dije exagerando, pues no pasaba de quince años. Claudia y yo fuimos muy desconsiderados cuando decidimos hacer nuestras vidas aparte y dar apenas una pequeña cuota para que nuestra madre acabara de criarlo. Él terminó cuidándola.
Al rato empezó aquel célebre barullo. La gran batalla que tiró dos edificios históricos de la Capital, en el afán de ganar una guerra.
--Señorita, señorita. ¿Pasa algo malo?
--Hay un tiroteo afuera, señora –dijo la imprudente.
Corrí con mis hermanos. No fue Claudia, sino Eulalio quien lloraba. Fue una época bastante cruel, dijo Claudia uno de estos días, convivimos y saludamos a la muerte a cada segundo. He sabido que su esposo fue hallado muerto y decapitado dos días después de mi encierro. Ella volvió a casarse. Lo hizo con un hombre que conoció en el parque central, durante las celebraciones de la firma de los acuerdos de paz. Fue un encuentro fugaz, apenas intercambio de nombres, que no habría tenido repercusiones ningunas, a no ser porque ese hombre resultó mudándose a la colonia donde se estableció la familia. Al mismo tiempo consiguió trabajo en una imprenta pequeña. Pagó los estudios de Eulalio. Ahora mi hermano trabaja en un lugar llamado Call Center, hablando en inglés y devengando extremadamente bien.
Se llama Ronaldo el nuevo esposo de mi hermana. Olvidé decirlo oportunamente.
Nos abrazamos largo tiempo. En el suelo. Las enfermeras pasaban y fingían: Ya se está calmando. Así, indefinida cantidad de minutos. El hospital hedía a vómito. De pronto el silencio sepulcral. Y a lo lejos el estruendo del edificio. Pasados otros minutos, más silencio. El vacío. Eco del aire. Nos levantamos y llevé a mis hermanos a casa, ambos dormirían en casa de mamá. Nos esperaba mi esposa, con un almuerzo delicioso en verdad. Comentamos en voz baja acerca de los acontecimientos. Relaté la mirada de la muchacha en la manifestación. Qué lejos estaban los tiempos en que nos carcajeamos en las comidas, con ese lugar vacante ocupado por una señora locuaz, y la felicidad sobre nuestras cabezas anidando como un pájaro que luego de una intensa búsqueda ha encontrado su cuna.
Me despedí: Duerman, descansen. Un beso. Adiós.
Era mi turno de velar el sueño de mamá, e informar a los otros si se presentaba algún problema (eufemismo que utilizábamos por la palabra muerte). Volvió a oscurecer.

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@rober_ramirez