Recapitulemos
lo que me causó el mal. El viernes acaecieron las declaraciones del señor
presidente. El día sábado, como cosa rara, visité a mi tía por parte de madre.
Entonces estaba viviendo en un pueblo a ocho kilómetros de nuestra ciudad. El
camino hasta allá era sumamente engorroso, no tanto por el propio largo del
camino, sino por lo irregular del suelo. Resulta molesto el constante
movimiento de hamaca en el autobús, en especial cuando este armatoste va tan
saturado de gente. Me lo pidió mi madre, seguramente querría contarle uno de
esos secretillos más que graves ridículos, o acaso preguntarle si tenía algún
recado para alguien que ya estaba del lado de los difuntos. Cuando llegué a su
casa me saludó como si yo fuera vecino suyo, sin desconocer el parentesco,
claro, pero con una rara frialdad. Me dio la impresión que sabía de mi
inopinada visita. Uno de sus hijos más chicos estaba sujeto a sus faldas. Mi tía me ofreció una fruta de temporada, que
yo acepté. Le platiqué del asunto que me movía a visitarla. Vamos, me dijo. Y
antes de salir me regaló una bolsa llena de aquella fruta, según su costumbre
de no dejar ir a visitante con las manos vacías. Pasamos a casa de uno de mis
primos, quien ya vivía con su esposa, y le dejó encargados a sus dos pequeños
mugrientos. Solamente se cambió de blusa, y se perfumó un poco. Era una esencia
muy dulce, parecida a la que mi hermano usa hoy en día. Ya sabés que mis
recuerdos no están del todo limpios, ¿cierto?, no sería raro que exagerase o
degenerase la información.
Sin embargo, me parece bastante
específica la imagen mental que de mi tía guardo, saliendo del cuarto de mamá
cuando yo me disponía entrar.
--Dejala, quiere dormir.
--¿Cómo la vio?
--Tranquila, bastante tranquila. Dice
que su final está muy cerca.
Me resultaron impactantes sus palabras,
por eso las guardo con especial dedicación.
Mi tía pudo haber pasado por gemela
idéntica de mi madre con unos cuantos trucos bajeros de maquillaje, a pesar de
que era unos años más joven, en parte porque una era sucesiva de la otra, en
parte porque ambas padecían enfermedades reumáticas desde la temprana
adolescencia. Por esta razón es que me impactaron aquel par de frases, era como
si oyese a mi propia madre hablar de su muerte. Llevé a mi tía a la cafetería
del hospital, y ahí fue donde ocurrió lo más extraño de todo. Nuevas palabras
de impacto:
--Está muy afligida.
--¿Cómo? Hace un momento me dijo usted
que estaba tranquila.
--No por ella, por vos.
--Está muy afligida por mí –repetí sin
entonación alguna.
--Sí. Dice que ve tu muerte más próxima
que la tuya.
--El doctor nos habló de unas
alucinaciones. No debe usted tomar en serio lo que le diga.
--Yo la conozco. Sé como es ella para
hablar.
La conversación se cortó de súbito.
Ella bebía con la solemnidad propiamente suya a la hora del café. Luego me vio
de manera extraña y remató:
--Ese también es mi presentimiento.
Caía la noche.
Dormí como una piedra. Estaba muy
cansado, acaso demasiado como para sentir algún tipo de angustia por las
palabras de mi tía. En verdad, ellas siempre fueron muy exactas cuando ambas
veían venir el mismo acontecimiento. Supieron predecir, para dar al menos un
ejemplo, la fecha exacta de mi nacimiento un año antes del matrimonio de mis
padres. Está de pensarse, debí murmurar en algún momento.
Desperté, y mi mujer estaba a mi lado,
sujetándome con sus piernas. Intenté zafarme sin despertarla, pero ella tenía
los ojos abiertos. ¿Adónde vas?, me preguntó. Su voz era muy suave, a tal grado
que se me figuró que pude entenderla apenas por el movimiento de sus labios. Le
contesté que mi obligación era estar con mamá en sus últimos momentos. Ella me
sonrió con esa mezcla seráfica de compasión y amor profundo. Después me dijo
algo que ocasionó un retraso en mi salida de casa.
--La niña que tengamos se llamará como
mi suegra.
Me bañé y salí de mi casa a toda
carrera. Desayunaría cerca del hospital.
Dejé aparcado mi coche a unas cinco casas de la que pertenecía a mi
madre. Toqué a la puerta y mi hermano apareció instantáneamente. Vamos, me
dijo. Cerró con doble, y echó un vistazo desde la acera para asegurarse
nuevamente que las ventanas estuvieran cerradas, y que había dejado una luz
encendida en la sala. Hizo esto para que
los posibles ladrones pensaran que alguien permanecía en casa. Una vecina le
gritó desde su puerta. La recuerdo bien, pensé, es la madre de mi primera
novia. Tendría yo unos diez años.
--Salúdame a doña Eduviges. Díganle que
todos oramos por ella.
Nos despedimos con una sonrisa triste.
Entramos al carro, y mi hermano me dijo que su novia era hija de esa señora.
--Claro –le contesté con risilla
disimulada--, creo que ya lo sabía.
El camino fue largo. Tedioso. Hubo un
tremendo congestionamiento. La música que escucha Eulalio, dije para mi coleto,
es bastante ruidosa. A estas alturas de la vida no sabría identificarla. Unos
metros más adelante descubrimos que una manifestación, del partido gobernante,
provocaba la trabazón. Mi hermano aclaró: Hoy en la madrugada mataron al
presidente.
Le di la importancia que imaginas:
ninguna. Mire con cierta lujuria a una joven de la manifestación; era bonita en
verdad, a pesar de la ya notoria sudoración, la expresión de furia en los ojos
y las ropas algo sucias. Ella me vio, y pareció que me conocía, porque me
señaló y empezó a comentar con un correligionario suyo acerca de mí. Eso supuse
yo. Eso creo recordar.
Hablando de una cosa por otra, Eulalio
se ve muy desmejorado. Ha envejecido considerablemente, incluso más de lo que
me pude esperar. Luce más viejo que yo; y eso que le llevo doce años.
Cuando arribábamos al hospital se
escuchó un escándalo lejano. Dejamos el auto estacionado y le restamos
importancia al asunto. Nos dirigimos sin más a la habitación de mamá. Allá
estaba Claudia, nuestra hermana. Apenas dos años más joven que yo. Había pasado
la última noche velando en vida a la enferma. Estaba exhausta. Triste.
Derrotada. Sola. Llorando. Hola. Hola. Cómo sigue. Lo mismo. Qué ha comentado
el doctor. Sigue sugiriendo la eutanasia. Doña Eduviges moría lentamente. Ya no
podía comer por sí misma. Sin embargo ese domingo, cuando hablábamos de
nostálgica manera en torno suyo, despertó. Mejora, dijo el médico, pero no es
prudente hacerse ilusiones falsas. Le desobedecimos y creamos castillos en el
aire. Siempre es muy difícil aceptar que los seres humanos no somos inmortales.
Claudia me abrazaba como cuando niños.
Estaba realmente fría. Devastada,
describíase sola.
--¿Qué ocurre? –le pregunté.
--Nada. Estos días me han golpeado con
furia.
--Eulalio no ha querido decírmelo con
claridad. Contame, tal vez te haga bien
hablar conmigo.
--Cierto.
Callamos. Al rato volví a insistir.
--¿Qué ocurre?
Claudia, separándome de ella, dijo
aquella frase con tanta paz, que me pareció erróneamente que no le importaba lo
más mínimo.
--Ayer secuestraron a mi marido. Lo
tiene el gobierno.
Callé.
Me alejé de ahí. Pensaba. De pronto reparé en Eulalio. Había crecido de
indecible manera. Ya es hombre, dije exagerando, pues no pasaba de quince años.
Claudia y yo fuimos muy desconsiderados cuando decidimos hacer nuestras vidas
aparte y dar apenas una pequeña cuota para que nuestra madre acabara de
criarlo. Él terminó cuidándola.
Al rato empezó aquel célebre barullo.
La gran batalla que tiró dos edificios históricos de la Capital , en el afán de
ganar una guerra.
--Señorita, señorita. ¿Pasa algo malo?
--Hay un tiroteo afuera, señora –dijo
la imprudente.
Corrí con mis hermanos. No fue Claudia,
sino Eulalio quien lloraba. Fue una época bastante cruel, dijo Claudia uno de
estos días, convivimos y saludamos a la muerte a cada segundo. He sabido que su
esposo fue hallado muerto y decapitado dos días después de mi encierro. Ella
volvió a casarse. Lo hizo con un hombre que conoció en el parque central,
durante las celebraciones de la firma de los acuerdos de paz. Fue un encuentro
fugaz, apenas intercambio de nombres, que no habría tenido repercusiones
ningunas, a no ser porque ese hombre resultó mudándose a la colonia donde se
estableció la familia. Al mismo tiempo consiguió trabajo en una imprenta
pequeña. Pagó los estudios de Eulalio. Ahora mi hermano trabaja en un lugar
llamado Call Center, hablando en inglés y devengando extremadamente bien.
Se llama Ronaldo el nuevo esposo de mi
hermana. Olvidé decirlo oportunamente.
Nos abrazamos largo tiempo. En el
suelo. Las enfermeras pasaban y fingían: Ya se está calmando. Así, indefinida
cantidad de minutos. El hospital hedía a vómito. De pronto el silencio
sepulcral. Y a lo lejos el estruendo del edificio. Pasados otros minutos, más
silencio. El vacío. Eco del aire. Nos levantamos y llevé a mis hermanos a casa,
ambos dormirían en casa de mamá. Nos esperaba mi esposa, con un almuerzo
delicioso en verdad. Comentamos en voz baja acerca de los acontecimientos.
Relaté la mirada de la muchacha en la manifestación. Qué lejos estaban los
tiempos en que nos carcajeamos en las comidas, con ese lugar vacante ocupado
por una señora locuaz, y la felicidad sobre nuestras cabezas anidando como un
pájaro que luego de una intensa búsqueda ha encontrado su cuna.
Me despedí: Duerman, descansen. Un
beso. Adiós.
Era mi turno de velar el sueño de mamá,
e informar a los otros si se presentaba algún problema (eufemismo que
utilizábamos por la palabra muerte). Volvió a oscurecer.
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