(¡ay!)
No pegué el ojo en toda la noche.
Distinguí entre el sopor de mi fatigada mirada unos cuerpos mutilados,
ensangrentados, el piso rojo que trapeaba doña Faustina. Me calmé con palabras
musitadas. No debía angustiarme, es lo que me ocurrió ayer, seguramente. Pedí
permiso de entrar a ver a mi madre. Me fue concedido sin ningún problema, bajo
la advertencia reiterada: No es prudente que se haga ilusiones, mi amigo. Mamá
se veía muy sana, juguetona incluso. Reía con cotidianidad. Me preguntó por
Claudia, por Eulalio, por Erica, mi esposa, y por mí. En este punto su voz se
volvió severa. Que cómo me sentía. Que tenés que cuidarte. Que muchas cosas
más. Despreocúpese, le dije, estoy más vivo que la vida. Ella me vio con
reprobación. Movió negativamente la cabeza, y me suplicó que le diera un beso.
Entonces me quedé dormido.
Me he enterado, además, que hubo una
guerra. Me lo supuse. Algunos años, desde mi celda, alcanzaba a escuchar las
balaceras. El pueblecito que tenía vecindad con la prisión desapareció, dejando
como sobreviviente a una sola mujer que escapó entre el ganado del batallón
mortuorio. Esa mujer acaba de morir. Por cierto, he estado leyendo su
testimonio. Me parece irónico que mencione mi torre como una mala señal, de la
que se alejaba feliz, porque eso indicaba, además, que se alejaba de su propio
pueblo. Pero la guerra es lo de menos. Total, yo ni la viví.
El día lunes Claudia me pidió que
resolviera el asunto de su casa. No precisaba más de ella, así que fui, recogí
sus cosas, hablé con el arrendatario y le pagué el mes pendiente más la multa
por mora, luego se lo cobraría a mi hermana. No es que fuera un avaro (no me
malentendás), lo que pasa es que yo estaba pagando las últimas cuotas de mi
propia casa, y el dinero apenas me salía justo. Noté que este hombre también se
me quedó viendo de manera extraña. En el interior de su oficina guardaba unos
afiches del partido de izquierda. Le estreché la mano por cortesía. Los muebles
son suyos, ¿cierto? Sí, salúdeme a su hermana y dígale que lamentamos lo de su
marido, un buen tipo a la verdad. No dejaba zafarme. Me clavó una mirada y un
consejo extraño: usted es muy valiente, a la verdad, pero no debería salir a la
calle, se expone usted demasiado. Es cierto que no le pueden probar nada, pero
lo suyo es un secreto a voces, una certeza sin pruebas. Este fue el único
recuerdo que en mi cuartico gris me dio indicios que hice algo terrible contra
la sociedad: Era un prófugo, pero no me daba para más la suposición. Aquel
hombre seguro se confundió, pensaba. Ahora estoy cierto en esto. Eulalio me lo
confirmó. Yo carecía de filiación política. Sólo hallé una forma de librarme
del arrendatario.
--Claro, claro. Gracias.
La ropa de mi hermana era muy poca. De
su marido había mucho menos. Una vecina me vio y me dijo que los policías
vinieron a requisar, y que se llevaron un buen número de cosas. El arrendatario
ya me lo había dicho, eso creo. Luego salió un hombre, su marido, me vio
despectivamente y regañó a la mujer, la jaló para adentro. A mí no me dirigió
la palabra. Me pareció escuchar algo como: Él es el cuñado, acordate. No le di
importancia, hasta creo que lo estoy inventando. Quién sabe. Puse toda la ropa
en una sola bolsa, las cosas del marido de Claudia en una cajita
insignificante, y la bisutería y el maquillaje de ella en otra un poco más
grande. Lo coloqué todo en los asientos traseros del coche y regresé a casa de
mamá. Mi hermano y Erica ya estaban almorzando. En serio que hoy me levanté
tarde, dije. Qué bueno que estoy de vacaciones. Comí en absoluto silencio. Sí
dijo Eulalio, por eso Claudia se molestó y se fue en bus. Después del almuerzo
Claudia y yo fuimos al cuarto de mis padres, donde ya nos habíamos instalado,
hicimos el amor, fue la última vez que lo hice, y luego: Tenemos que hablar en
serio. Qué ocurre, le pregunte. No tiene sentido que gastemos tanto, nuestros
ahorros se terminaron ya, sólo queda un poco. Me frustró un poco su actitud;
por un instante, aclaro, me pareció sumamente materialista, mas luego comprendí
la verdad, no era que le valiera un ápice la más que cierta muerte de mamá, no,
tenía toda la razón al hablar. Qué proponés. Pues qué más, nuestra casa es muy
grande y nosotros aún no tenemos hijos, propongo que vendamos esta y nos
llevemos a tus hermanos a vivir a aquella. No reaccioné. No podía hacerlo. Me impresioné
y no logré ver los alcances de las palabras de Erica. Di un suspiro extraño y
me metí al baño. Cuando salí, Erica ya no estaba, pero yo iba decidido a darle
la razón. Había que empezar a buscar comprador de inmediato, tanto porque
cuesta hallar uno, tanto para que no nos fuéramos a arrepentir. Dolería, era mi
vida, en esa preciosa e imperfecta casa. Podría venderse a un buen precio con
unas cuantas modificaciones. Pero me dolía, y mucho.
¡He comprendido! Justo en este segundo.
Erica fue un ser de luz, de buenos sentimientos, que me amaba y que se suicido
algún tiempo más tarde. La pobrecilla me esperó por quince años, llorando cada
día (según me lo dijo Eulalio), hasta esa tarde navideña cuando se tomó medio
frasco de pastillas de no-sé-qué. No fue ella quien habló mal de mí, ni quien
me hundió en el fango, fue la esposa de otro hombre, quien mató al presidente,
con quien me confundieron. Claro, es obvio. Aunque aquí caben dos
posibilidades.
Uno. La mujer tal, furiosa con su
marido por algún asunto irreconciliable de pareja, se decidió tomar venganza.
Entonces, por supuesto, lo marcó, lo delató, dio detalles para hundirlo. La muy
malvada. Por que se entiende que un criminal no puede tener por mujer sino a un
ser análogo. ¿Pero qué estoy diciendo? Yo no soy psicólogo, hablo de ira, de
pura cólera.
Dos. La mujer, tal, sabedora de que su
marido estaba oculto comprendió que era una especie de doble a quien acusaban,
entonces decidió matarlo(me) para librar a su esposo, quizás cambiándole la
apariencia.
Ese día lunes, por la tarde, el
vicepresidente tomó a su cargo la
presidencia, no sin aclarar que el culpable del horrendo asesinato a sangre
fría pagaría, sea quien fuere. Estuve de acuerdo como quien hoy en día lo está
con el reciclaje.
Oscureció de nuevo en silencio.
El martes que llegó era el fin de una
semana de vacaciones. Eulalio y yo salimos le dejaría en la escuela, como
siempre. Erica era vendedora en un almacén cercano a casa. Claudia estaba
desempleada y se encargaría sola de cuidar a mamá. En cuanto a mí, también era
vendedor pero trabajaba en una tienda de ropa mucho más grande y lejana a mi
casa. No pude dejar de notar lo extraño que me veían todos. De un automóvil al
mío. Desde la acera.
Como siempre lo hacía, dejé a Eulalio a
una cuadra de la escuela, porque el tráfico de niños y microbuses hacía
imposible el paso a mi coche. Me despedí. Cuando él estaba a dos pasos, soné el
claxon. Volteó a ver. Saqué la cabeza por la ventanilla y grité, vení. Me hizo
caso, hemos venido muy temprano, me dijo. Qué pasa, agregó. Mirá, sé el mucho
amor, el infinito amor que le tenés a mamá; Claudia y yo, Erica incluso,
también se lo tenemos, sin embargo ella está muriendo y debés ser fuerte, he
visto cómo te has desmejorado estos días, eso no está bien, así es la vida. Él
asentía con la cabeza. Al final dijo frases incompletas y salió del automóvil.
Huí del sitio a toda prisa.
¿Podría en ese momento sospechar que en
la tarde del día siguiente mis palabras se volverían realidad? Q.E.P.D.
Fue en el parque mientras cedía el
paso, que un policía acabó de identificarme. Oríllese, me gritó desde la
patrulla. Yo, por supuesto, obedecí.
--¿Necesita mi licencia, oficial?
--No, nada de eso. Acompáñenos.
Y al decir esto recibí un fuerte golpe.
Me fue imposible comprender lo que pasaba. En la cárcel me dijeron que estaba
siendo acusado de homicidio y que debía someterme a juicio. Les tomó un mes
decidirse a aislarme y a mí treinta años saber la verdad. Eulalio me la contó.
El gobierno tranquilizó al pueblo, ya el asesino está encerrado, fue condenado
a la pena de muerte. A mi familia, por lo menos, la absolvieron de toda culpa,
pero debieron cambiarse de casa al otro lado del país, a un oasis tranquilo en
donde la guerra ni se sintió. Eso dicen ellos y los libros oficiales de
estudios sociales y cívica. En la comisaría les dijeron que ya yo estaba
muerto. A medias era la verdad
Así, mi historia.
Así, mi vida.
Vine hasta acá, la casa de mi infancia,
vine muchas veces en espíritu. Me paseé por aquí, a pesar que ahora es un
enorme centro comercial. La gente que me mira ha cambiado se visten, hablan,
viven, son, diferente. Creen que estoy loco porque hablo conmigo mismo. No
sospechan la verdad. Con el dinero que me dieron más me vale hacerlo.
Ahora lo que me gusta de la radio (ella
también ha cambiado), no son esos boleritos que ya casi no tienen público, sino
la música de un tal Julián…
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