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sábado, 4 de abril de 2015

Preso Uno

(Texto rescatado de un disco duro viejo. Muy viejo. Esta historia la escribí alrededor de los 15 años y creo que solo la leyeron dos de mis cheros. Perdonen el drama y los errores gramaticales. Uno de bicho es tonto).

Cuando terminé de cumplir mi condena lo primero que quise hacer fue salir corriendo para acá. Aún recuerdo perfectamente el camino a pesar de los treinta años que han muerto, en parte porque, dicen, el espíritu es la mejor de las brújulas o de los mapas, no estoy muy seguro. Esto me lo dijo Ponce, mi antiguo compañero de celda. Sólo hoy le comprendo esta parte de lo mucho que hablamos, porque en prisión se escucha toda clase de cosas, porque las palabras es una de las pocas cosas de las que no te pueden despojar. Al menos eso pensé yo hasta que me aislaron del todo y las palabras me servían sólo para asegurarme de poder usarlas. Entonces me quedaron puros recuerdos que se gastaron poco a poco, hasta que acabaron por deformarse completamente en una secuencia de imágenes abstractas que yo imaginé y jamás existió. Llegó un momento en que, incluso la figura de mi propio rostro me hubiese sido irreconocible. Comprendés que en una celda no te van a poner espejos.
Mi condena fue un camino elástico, donde a medida que se avanzaba, se estiraba y se hacía indiferente al real paso del tiempo. Yo no tenía derecho a casi nada. Solamente a mis comidas, a mis primarias necesidades, a un baño semanal, y a las cuatro paredes que me guardaban. A menudo el carcelero o el alcaide me hablaban del exterior, yo creo que para convencerse de mi lucidez mental. No les hacía mucho caso porque eso hubiese sido como unos kilómetros indeseados de más en mi camino, de por sí extenso. Cantaba. Me contaba historias yo solo, meditaba, dormía en exceso, hacía algo de ejercicio. Matar el tiempo es muy difícil en la cárcel, porque es como intentar acabar con un ejército entero, disparando a uno por uno. Hablaba solo, después que eso me parecía una práctica de locos. En algún punto, quizás, dejé de estar cuerdo.
Recuerdo perfectamente que hace un mes fue la última vez que el alcaide me dirigió alguna palabra, mientras me traía una bandeja de comida. Yo no le escuché. Mas luego le lancé una pregunta:
--Perdóneme, en qué año estamos.
Me miró sumamente consternado, como si hubiese escuchado hablar a un muerto. Más tarde entendí que su ofuscación se debió a dos razones. La primera que le hice la pregunta un primero de enero, y puesto que yo no tenía ni calendario, ni contacto con nadie, no había forma en la que me enterara del cambio de año. La segunda, que en el momento preciso en que terminé de pronunciar la pregunta, los ojos se me llenaron de agua, inexplicablemente, y sin que yo sintiera nada en particular. El pobre sujeto nunca supo de mi compulsión a llorar sin motivo. No era muy difícil, sin embargo, adivinar acerca del año nuevo, puesto que en un pueblo vecino se armaba una fiesta de luces chinas que alcanzaba a ver con un pequeño esfuerzo. Mi celda tenía una sola ventana, por donde no podía sacar ni uno de mis dedos, puesto que después de los barrotes habían colocado una valla metálica. Era un auténtico reto distinguir las figuras de los presos jugando fútbol en el patio, en su ocasión semanal.
--Estamos en el dos mil…
--Gracias.
Se retiró confuso.
Al día siguiente, dos de enero, el alcaide vino hacia mi celda como todos los días, ya repuesto del susto de ayer. Venía a darme el anuncio más esperado de mis últimas tres décadas. A esa hora estaba tratando de recordar la letra completa de un bolero, de esos que te encantaban. El alcaide  me escuchó desde afuera, y me dio la última frase que me faltaba en el coro con una voz que yo nunca le había oído, un tono afable y casi melódico. Hasta llegué a pensar que se trataba de otra clase de persona, de algún espíritu perdido en los pasillos del reclusorio, un fantasma que podría hacerme compañía ahora que por fin tenía el gusto de conocerle.
--¿Quién está allá afuera? –pregunté parsimoniosamente, como para intentar perder más tiempo de lo debido con la plática naciente.
--Cómo que quién, el hombre con el más ha charlado usted en los últimos años –me respondió irónico, recobrando su tono habitual.
--¿Señor alcaide? –grité con ganas de reír.
Afuera había otra persona. Podía sentirlo perfectamente, por el perfume tan exageradamente dulzón que usaba. Hasta me pareció adivinar que era una mujer. El alcaide me hizo ver mi error.
--Traje a su hermano. Está aquí, a mi lado.
Contrario a la imagen que siempre tuve de las celdas, y que en un principio atiné conocer, la mía carecía de barrotes. Me separaba del mundo una puerta gruesa de metal, que se habría sólo para traerme la bandeja con comida. Cuando se abrió ese día, se me refrescó el rostro con la certeza de salir, de dar un solo paso fuera de ese muladar. Y comprendí de dónde venían aquellas ganas incontenibles de llorar que me atacaron veinticuatro horas antes. Eran un presentimiento. Eran un feliz presentimiento.
De inmediato recordé a Ponce. Se me vino a la cabeza de extraña manera, como si su fotografía estuviese pegada en la pared de enfrente, justo detrás de mi hermano. Me acuerdo que era un hombre de barba blanca, pálido y unos quince años mayor que yo. Con su rostro nunca pude dejar de relacional el recuerdo de mi padre. No conversaba mucho, así que cuando yo no paraba de hablar, y hablar, y hablar, y hablar, de estupideces, del exterior, me miró furioso y me gritó que la gente como yo no duraba mucho tiempo con vida, porque los asesinos no eran gente de paciencia. Luego me vio con lástima y me aconsejó durante algunos minutos sobre las normas de comportamiento, no las establecidas por la seguridad del reclusorio, sino las que se formaban a partir de la propia naturaleza criminal que asediaba los oscuros rincones por los que pasaba, normas mucho más importantes que cualquier otra. Unos días después, atando las cortadas palabras que pude sacarle a Ponce, no logré deducir nada que me sorprendiera. Era un hombre que se juraba inocente de haber matado a su propia historia por infidelidad. La historia más común desde los tiempos en que se fundó esta cárcel.  Poco a poco las conversaciones se fueron tornando un poco más confortantes. Charlábamos de cualquier cosa, pero siempre en voz queda. Una vez, sin más razón aparente que la misma monotonía, le comenté:
--Sabe que la gente que vive en un pueblo cercano le dice a este edificio el palacio del diablo.
--Claro que lo sabía, aquí se sabe todo aunque nadie quiera decirlo. Acá adentro le decimos la estancia de la muerte.
Sin embargo a sus propias palabras, Ponce nunca supo por mí la razón que me llevó a estar preso, pues yo mismo la desconocía. Pero no dudo que los propios guardias se lo debieron haber dicho, una vez me sacaron de su compañía.


En un principio pensé que se trataba de mi perdón, hasta me alegré de todo corazón, abracé a Ponce y me despedí de él con todo el cariño que le tomé en ese poco tiempo. Incluso le prometí que, en cuanto pudiera, acudiría a mi querido amigo, uno del que ya le había, para interceder por él. Mi amigo tenía un cargo alto en el gobierno. En ese momento no me percaté de las frías miradas de los hombres vestidos de civil que me llegaron a sacar. Me imagino que se burlaron discretamente, sonriendo ante mi cándida actitud. Probablemente Ponce hubiese sido el único en no atacarse de la risa en caso de conocer mi verdadero camino, algo mucho más temible que la pena de muerte. Al salir del sector de celdas me desesposaron, tal vez por expresa orden de mi verdugo. Me llevaron despacio, cortésmente. Me condujeron casi hasta la salida. Vi el portón con la esperanza naciendo de algún sitio del alma, sin saber que no lo vería en casi treinta años. En ese momento entendí que antes se debía cumplir con un papeleo. No me angustié, de cualquier forma sería el proceso burocrático más placentero de toda mi vida. Me dio la confianza de hablar. Con un mes tuve suficiente de la confusión, lo demás se convirtió paulatinamente en una ilusión, un ensueño gris, pesado, repetitivo, angustiante… Me llevaron a subir unas escaleras, luego a cruzar un pasillo largo y bien iluminado, de orden administrativo. La tercera puerta de la izquierda decía “Director”. Las personas eran bastante extrañas. Todos vestían uniformes opacos. No se miraban ni me miraban, como si no fuesen seres de carne y hueso, sino máquinas mezquinas y sin sentimientos. No puedo culparlas. Seguramente yo hubiese sido igual si me tocara un trabajo de esa índole. Me quedé en el pasillo observando a la gente pasar. Me llamó la atención primordialmente que esos hombres y mujeres eran bastante jóvenes, o tal vez sólo sea otro recuerdo malversado. Tiempo después llegué a la fatídica conclusión que todo fue malvadamente planeado con el objetivo de que yo vislumbrara alguna esperanza, para que el golpe me resultara muchísimo más violento de lo que era. Me habían dejado solo, sentado afuera de la oficina del director. Adentro se escuchaban comentarios extraños, que yo interpreté como la plática de cualquier otro caso. Al mismo tiempo se hacían bromas y se carcajeaban. Y sus chanzas, porque eso eran, me reconfortaron de gran manera. Fueron las últimas carcajadas que escuché.
Después de eso salieron los mismos dos hombres y me dijeron: Acompáñenos. Bajamos todas las escaleras subidas y aún más. Creí que me tenían confianza, lo que recargó en mí la idea de que se había probado mi inocencia. Entonces no tuve duda de lo que hoy es la certeza que es soberana en mi vida: la verdad siempre llega a saberse, tarde que temprano. Mis ganas de ayudar a Ponce también crecieron. Fue quizás en ese momento en el que comenzó a llover. Me condujeron a un cuarto extremadamente luminoso y me dieron de comer y de beber. Pero ya no aquel pan rancio, aquellos frijoles fríos, no, comida excelente, mejor de la que recuerdo haber probado. Comimos en silencio. Ellos evadían mis preguntas con un “coma tranquilo, ya merito le explicamos” Comencé a sospechar. Eché un vistazo al reloj de uno de ellos y me percaté que había pasado una hora desde que me sacaron de mi fría celda compartida con Ponce. Sin embargo traté de no preocuparme. No podía imaginarme lo que aguardaba por mí. Nadie podría. Aquellos dos hombres habían inspirado mi confianza, pero no por eso dejaba de intrigarme. Algo se traen estos, murmure entre un bocado y otro. Olvidé el asunto, y volví a ocuparme de lleno a la comida. Tenía un sabor estupendo. Aunque hoy no sé mucho de comida, sería capaz de afirmar que la trajeron de un restaurante de lujo, aunque la sirvieron en platos desechables. Alguien debía odiarme para hacerme algo tan horrible. No paraba de llover. Después de comer me regalaron un cepillo de dientes. Me pareció un gesto prosaico, y hasta de muy mal gusto, pero lo acepté porque ya me urgía largarme lejos de allí, que me explicaran la confusión de la que fui víctima, que me ofrecieran una disculpa muy sentida, y de que, incluso, me compensaran con dinero por el terrible error.
Volvimos a subir. Para entonces ya estaba harto de sus medias palabras, de las mil vueltas que dábamos, y sobre todo de su estúpida evasiva: “Ténganos paciencia, ya le explicamos”. En determinado momento me acordé del portón negro y me sentí bien. Un poco de agua lluvia logró tocarme desde una ventana. Le di especial significación al asunto, creí que era un símbolo de mi cada vez más cercana (pero lejana) libertad. De los dos hombres que me guiaban amablemente uno era, o parecía ser el jefe. Fue él quien me dijo:
--El clima está como para vivir en la cama con la mujer.
--Pronto lo estaremos –le contesté.
El otro hombre dejó escapar una sonrisa como de complacido que terminó de inspirar mi confianza. Lo dicho: no me podía imaginar lo que me esperaba. Ambos se vieron a los ojos por un instante y volvieron a su desconcertante actitud.
--Usted no se preocupe –volvió a hablar el supuesto jefe--, pronto tendrá todo este tiempo perdido, y aún más para hacer lo que se le venga en gana.
--Es usted muy amable. Sabe, pensé que nunca se resolvería esta confusión.
-Ya ve, las cosas ocurren cuando menos uno se las espera.
--Tiene razón.
Seguimos caminando, volvimos a subir, pero yo paré de preguntar. Me pareció verdaderamente impertinente molestar a dos hombres tan corteses cuando yo sabía que todo estaba resuelto. Pensé que volveríamos a la oficina del director, me harían firmar algo, me darían algo de dinero, quizás, y yo podría irme a casa sin mayores complicaciones.
El alcaide se apartó un instante y mis ojos presentaron a un hombre bajito y de expresión ligera, cuya imagen nunca había tenido frente a mí, pero que no supe desconocer. Los ojos se me llenaron de agua, pero mi corazón no se extravió en ningún pantano sentimental. No lo reparé en el momento, pero ahora me parece raro, como si mi corazón se hubiese vuelto pétreo por la falta de uso. Cuando pude ver a través de mis lágrimas, le encajé una mirada escrutadora en el rostro, como si esperase que en ese preciso segundo la vida me mostrara en el aire cómo aquel adolescente inquieto se había transformado en ese hombre gordo y de ralo cabello.

Mi hermano regaló una sonrisa de complacencia, calculando con la vista el terrible daño que me hicieron. Luego me desplomé, caí a sus pies. Las ansiadas explicaciones vendrían dos o tres días después.

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@rober_ramirez