Cuando terminé de cumplir mi condena lo
primero que quise hacer fue salir corriendo para acá. Aún recuerdo
perfectamente el camino a pesar de los treinta años que han muerto, en parte
porque, dicen, el espíritu es la mejor de las brújulas o de los mapas, no estoy
muy seguro. Esto me lo dijo Ponce, mi antiguo compañero de celda. Sólo hoy le
comprendo esta parte de lo mucho que hablamos, porque en prisión se escucha
toda clase de cosas, porque las palabras es una de las pocas cosas de las que
no te pueden despojar. Al menos eso pensé yo hasta que me aislaron del todo y
las palabras me servían sólo para asegurarme de poder usarlas. Entonces me
quedaron puros recuerdos que se gastaron poco a poco, hasta que acabaron por
deformarse completamente en una secuencia de imágenes abstractas que yo imaginé
y jamás existió. Llegó un momento en que, incluso la figura de mi propio rostro
me hubiese sido irreconocible. Comprendés que en una celda no te van a poner
espejos.
Mi condena fue un camino elástico,
donde a medida que se avanzaba, se estiraba y se hacía indiferente al real paso
del tiempo. Yo no tenía derecho a casi nada. Solamente a mis comidas, a mis
primarias necesidades, a un baño semanal, y a las cuatro paredes que me
guardaban. A menudo el carcelero o el alcaide me hablaban del exterior, yo creo
que para convencerse de mi lucidez mental. No les hacía mucho caso porque eso
hubiese sido como unos kilómetros indeseados de más en mi camino, de por sí
extenso. Cantaba. Me contaba historias yo solo, meditaba, dormía en exceso,
hacía algo de ejercicio. Matar el tiempo es muy difícil en la cárcel, porque es
como intentar acabar con un ejército entero, disparando a uno por uno. Hablaba
solo, después que eso me parecía una práctica de locos. En algún punto, quizás,
dejé de estar cuerdo.
Recuerdo perfectamente que hace un mes
fue la última vez que el alcaide me dirigió alguna palabra, mientras me traía
una bandeja de comida. Yo no le escuché. Mas luego le lancé una pregunta:
--Perdóneme, en qué año estamos.
Me miró sumamente consternado, como si
hubiese escuchado hablar a un muerto. Más tarde entendí que su ofuscación se
debió a dos razones. La primera que le hice la pregunta un primero de enero, y
puesto que yo no tenía ni calendario, ni contacto con nadie, no había forma en la
que me enterara del cambio de año. La segunda, que en el momento preciso en que
terminé de pronunciar la pregunta, los ojos se me llenaron de agua,
inexplicablemente, y sin que yo sintiera nada en particular. El pobre sujeto
nunca supo de mi compulsión a llorar sin motivo. No era muy difícil, sin
embargo, adivinar acerca del año nuevo, puesto que en un pueblo vecino se
armaba una fiesta de luces chinas que alcanzaba a ver con un pequeño esfuerzo. Mi
celda tenía una sola ventana, por donde no podía sacar ni uno de mis dedos,
puesto que después de los barrotes habían colocado una valla metálica. Era un
auténtico reto distinguir las figuras de los presos jugando fútbol en el patio,
en su ocasión semanal.
--Estamos en el dos mil…
--Gracias.
Se retiró confuso.
Al día siguiente, dos de enero, el
alcaide vino hacia mi celda como todos los días, ya repuesto del susto de ayer.
Venía a darme el anuncio más esperado de mis últimas tres décadas. A esa hora
estaba tratando de recordar la letra completa de un bolero, de esos que te
encantaban. El alcaide me escuchó desde
afuera, y me dio la última frase que me faltaba en el coro con una voz que yo
nunca le había oído, un tono afable y casi melódico. Hasta llegué a pensar que
se trataba de otra clase de persona, de algún espíritu perdido en los pasillos
del reclusorio, un fantasma que podría hacerme compañía ahora que por fin tenía
el gusto de conocerle.
--¿Quién está allá afuera? –pregunté
parsimoniosamente, como para intentar perder más tiempo de lo debido con la
plática naciente.
--Cómo que quién, el hombre con el más
ha charlado usted en los últimos años –me respondió irónico, recobrando su tono
habitual.
--¿Señor alcaide? –grité con ganas de
reír.
Afuera había otra persona. Podía
sentirlo perfectamente, por el perfume tan exageradamente dulzón que usaba.
Hasta me pareció adivinar que era una mujer. El alcaide me hizo ver mi error.
--Traje a su hermano. Está aquí, a mi
lado.
Contrario a la imagen que siempre tuve
de las celdas, y que en un principio atiné conocer, la mía carecía de barrotes.
Me separaba del mundo una puerta gruesa de metal, que se habría sólo para
traerme la bandeja con comida. Cuando se abrió ese día, se me refrescó el
rostro con la certeza de salir, de dar un solo paso fuera de ese muladar. Y
comprendí de dónde venían aquellas ganas incontenibles de llorar que me
atacaron veinticuatro horas antes. Eran un presentimiento. Eran un feliz
presentimiento.
De inmediato recordé a Ponce. Se me
vino a la cabeza de extraña manera, como si su fotografía estuviese pegada en
la pared de enfrente, justo detrás de mi hermano. Me acuerdo que era un hombre
de barba blanca, pálido y unos quince años mayor que yo. Con su rostro nunca
pude dejar de relacional el recuerdo de mi padre. No conversaba mucho, así que
cuando yo no paraba de hablar, y hablar, y hablar, y hablar, de estupideces,
del exterior, me miró furioso y me gritó que la gente como yo no duraba mucho
tiempo con vida, porque los asesinos no eran gente de paciencia. Luego me vio
con lástima y me aconsejó durante algunos minutos sobre las normas de
comportamiento, no las establecidas por la seguridad del reclusorio, sino las
que se formaban a partir de la propia naturaleza criminal que asediaba los
oscuros rincones por los que pasaba, normas mucho más importantes que cualquier
otra. Unos días después, atando las cortadas palabras que pude sacarle a Ponce,
no logré deducir nada que me sorprendiera. Era un hombre que se juraba inocente
de haber matado a su propia historia por infidelidad. La historia más común
desde los tiempos en que se fundó esta cárcel.
Poco a poco las conversaciones se fueron tornando un poco más
confortantes. Charlábamos de cualquier cosa, pero siempre en voz queda. Una
vez, sin más razón aparente que la misma monotonía, le comenté:
--Sabe que la gente que vive en un
pueblo cercano le dice a este edificio el palacio del diablo.
--Claro que lo sabía, aquí se sabe todo
aunque nadie quiera decirlo. Acá adentro le decimos la estancia de la muerte.
Sin embargo a sus propias palabras,
Ponce nunca supo por mí la razón que me llevó a estar preso, pues yo mismo la
desconocía. Pero no dudo que los propios guardias se lo debieron haber dicho,
una vez me sacaron de su compañía.
En un principio pensé que se trataba de
mi perdón, hasta me alegré de todo corazón, abracé a Ponce y me despedí de él
con todo el cariño que le tomé en ese poco tiempo. Incluso le prometí que, en
cuanto pudiera, acudiría a mi querido amigo, uno del que ya le había, para
interceder por él. Mi amigo tenía un cargo alto en el gobierno. En ese momento
no me percaté de las frías miradas de los hombres vestidos de civil que me
llegaron a sacar. Me imagino que se burlaron discretamente, sonriendo ante mi
cándida actitud. Probablemente Ponce hubiese sido el único en no atacarse de la
risa en caso de conocer mi verdadero camino, algo mucho más temible que la pena
de muerte. Al salir del sector de celdas me desesposaron, tal vez por expresa
orden de mi verdugo. Me llevaron despacio, cortésmente. Me condujeron casi
hasta la salida. Vi el portón con la esperanza naciendo de algún sitio del
alma, sin saber que no lo vería en casi treinta años. En ese momento entendí
que antes se debía cumplir con un papeleo. No me angustié, de cualquier forma
sería el proceso burocrático más placentero de toda mi vida. Me dio la
confianza de hablar. Con un mes tuve suficiente de la confusión, lo demás se
convirtió paulatinamente en una ilusión, un ensueño gris, pesado, repetitivo,
angustiante… Me llevaron a subir unas escaleras, luego a cruzar un pasillo
largo y bien iluminado, de orden administrativo. La tercera puerta de la
izquierda decía “Director”. Las personas eran bastante extrañas. Todos vestían
uniformes opacos. No se miraban ni me miraban, como si no fuesen seres de carne
y hueso, sino máquinas mezquinas y sin sentimientos. No puedo culparlas.
Seguramente yo hubiese sido igual si me tocara un trabajo de esa índole. Me
quedé en el pasillo observando a la gente pasar. Me llamó la atención
primordialmente que esos hombres y mujeres eran bastante jóvenes, o tal vez
sólo sea otro recuerdo malversado. Tiempo después llegué a la fatídica
conclusión que todo fue malvadamente planeado con el objetivo de que yo
vislumbrara alguna esperanza, para que el golpe me resultara muchísimo más
violento de lo que era. Me habían dejado solo, sentado afuera de la oficina del
director. Adentro se escuchaban comentarios extraños, que yo interpreté como la
plática de cualquier otro caso. Al mismo tiempo se hacían bromas y se
carcajeaban. Y sus chanzas, porque eso eran, me reconfortaron de gran manera.
Fueron las últimas carcajadas que escuché.
Después de eso salieron los mismos dos
hombres y me dijeron: Acompáñenos. Bajamos todas las escaleras subidas y aún
más. Creí que me tenían confianza, lo que recargó en mí la idea de que se había
probado mi inocencia. Entonces no tuve duda de lo que hoy es la certeza que es
soberana en mi vida: la verdad siempre llega a saberse, tarde que temprano. Mis
ganas de ayudar a Ponce también crecieron. Fue quizás en ese momento en el que
comenzó a llover. Me condujeron a un cuarto extremadamente luminoso y me dieron
de comer y de beber. Pero ya no aquel pan rancio, aquellos frijoles fríos, no,
comida excelente, mejor de la que recuerdo haber probado. Comimos en silencio.
Ellos evadían mis preguntas con un “coma tranquilo, ya merito le explicamos”
Comencé a sospechar. Eché un vistazo al reloj de uno de ellos y me percaté que
había pasado una hora desde que me sacaron de mi fría celda compartida con
Ponce. Sin embargo traté de no preocuparme. No podía imaginarme lo que
aguardaba por mí. Nadie podría. Aquellos dos hombres habían inspirado mi
confianza, pero no por eso dejaba de intrigarme. Algo se traen estos, murmure
entre un bocado y otro. Olvidé el asunto, y volví a ocuparme de lleno a la
comida. Tenía un sabor estupendo. Aunque hoy no sé mucho de comida, sería capaz
de afirmar que la trajeron de un restaurante de lujo, aunque la sirvieron en
platos desechables. Alguien debía odiarme para hacerme algo tan horrible. No
paraba de llover. Después de comer me regalaron un cepillo de dientes. Me
pareció un gesto prosaico, y hasta de muy mal gusto, pero lo acepté porque ya
me urgía largarme lejos de allí, que me explicaran la confusión de la que fui
víctima, que me ofrecieran una disculpa muy sentida, y de que, incluso, me
compensaran con dinero por el terrible error.
Volvimos a subir. Para entonces ya
estaba harto de sus medias palabras, de las mil vueltas que dábamos, y sobre
todo de su estúpida evasiva: “Ténganos paciencia, ya le explicamos”. En
determinado momento me acordé del portón negro y me sentí bien. Un poco de agua
lluvia logró tocarme desde una ventana. Le di especial significación al asunto,
creí que era un símbolo de mi cada vez más cercana (pero lejana) libertad. De
los dos hombres que me guiaban amablemente uno era, o parecía ser el jefe. Fue
él quien me dijo:
--El clima está como para vivir en la
cama con la mujer.
--Pronto lo estaremos –le contesté.
El otro hombre dejó escapar una sonrisa
como de complacido que terminó de inspirar mi confianza. Lo dicho: no me podía
imaginar lo que me esperaba. Ambos se vieron a los ojos por un instante y
volvieron a su desconcertante actitud.
--Usted no se preocupe –volvió a hablar
el supuesto jefe--, pronto tendrá todo este tiempo perdido, y aún más para
hacer lo que se le venga en gana.
--Es usted muy amable. Sabe, pensé que
nunca se resolvería esta confusión.
-Ya ve, las cosas ocurren cuando menos
uno se las espera.
--Tiene razón.
Seguimos caminando, volvimos a subir,
pero yo paré de preguntar. Me pareció verdaderamente impertinente molestar a
dos hombres tan corteses cuando yo sabía que todo estaba resuelto. Pensé que
volveríamos a la oficina del director, me harían firmar algo, me darían algo de
dinero, quizás, y yo podría irme a casa sin mayores complicaciones.
El alcaide se apartó un instante y mis
ojos presentaron a un hombre bajito y de expresión ligera, cuya imagen nunca
había tenido frente a mí, pero que no supe desconocer. Los ojos se me llenaron
de agua, pero mi corazón no se extravió en ningún pantano sentimental. No lo
reparé en el momento, pero ahora me parece raro, como si mi corazón se hubiese
vuelto pétreo por la falta de uso. Cuando pude ver a través de mis lágrimas, le
encajé una mirada escrutadora en el rostro, como si esperase que en ese preciso
segundo la vida me mostrara en el aire cómo aquel adolescente inquieto se había
transformado en ese hombre gordo y de ralo cabello.
Mi hermano regaló una sonrisa de
complacencia, calculando con la vista el terrible daño que me hicieron. Luego
me desplomé, caí a sus pies. Las ansiadas explicaciones vendrían dos o tres
días después.
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