Fue el martes de la semana pasada,
apenas entonces, que tuve la oportunidad de contarle a Eulalio, mi hermano, mi
vida de las últimas tres décadas. Le conté que la tarde, luego de llevarlo a la
escuela, unos hombres vestidos de policías llegaron a mi casa y preguntaron por
mí a Erica, mi esposa. Ella les dijo algo que nunca supe, y que sin embargo
pareció provocar aún más mis torturas. Recuerdo (más o menos) como si lo
trajera en la piel como un tatuaje, que cuando los guardias ya tenían un mes de
haberme encerrado en mi cuartico gris, uno de ellos me gritó:
--Ya resígnese, las evidencias contra
usted son contundentes. Su propia mujer lo hundió en el lodo. Todo el país le
conoce y le condena.
Fue la última vez que lloré con plena
conciencia de mis razones.
--¿Por qué?
--Por favor, no sea tan cínico. Usted
mejor que nadie sabe lo que hizo.
Entonces callé. Me recosté en algún
rincón duro de mi prisión y me quedé llorando hasta la hora de la comida.
Los primeros dos guardias me condujeron
por las escaleras hasta la parte administrativa de la que te hablé hace un
segundo. Me llevaron hacia la última puerta del pasillo, quitaron el enorme
candado. Ahí principiaba otro camino de escaleras, que se confundían en la
forma de un caracol perdido en la penumbra. Subimos. Me negaron toda
información.
--Siga, siga, ya le explicamos.
No sé por qué obedecí.
La voz del guardia que parecía jefe se
me iba figurando distinta, más severa, mucho más autoritaria. Vi al otro
guardia permanecer en silencio, mirando hacia el suelo. Quizás no opuse
resistencia en honor al conocido refrán (de muchos que hallaban nido en boca de
mi madre): Quien nada debe, nada teme. Fue un recuerdo grato, una antorcha en
la oscuridad de mi inopinado camino. En
el momento en que el guardia-jefe, como acabé llamándole, me dejó noqueado en
el último rellano de la torre estaba pensando en la deliciosa sopa de gallina
que no volví a probar jamás. Cuando desperté lo primero que hice fue pensar en
este camino a casa. Ahora creo que fue una premonición, una feliz premonición;
o, nada de lo que se graba en estás páginas está libre de la mortal duda, esto
sea un recuerdo inventado. Estaba amaneciendo. Vi hacia el exterior y me aterré
en serio con lo que se dibujó en la ventana vallada. De primera impresión me
quedó un mar de oscuridad, roto apenas por una tenue llama roja que nacía en el
horizonte. El sol naciente. Fue cuando comprendí que la torre de esa cárcel no
es la de un atalaya, sino esto, mi infierno de treinta años.
Mi hermano me contó que mamá no supo
nunca de mi aprisionamiento: le dijeron que estaba con fiebre y que por eso el
médico no me permitía pasar a verla, a pesar que yo no me había movido de la
sala de espera, con tan molesta enfermedad. Mi madre, mi santa madre rebatió la
orden inventada del médico, y alegó que una pobre mujer moribunda tiene derecho
de por lo menos conversar una última ocasión con su hijo mayor. Tanto se alteró
que acabó muriéndose allí mismo, no sin antes dejar prescrito un remedio casero
para mi inexistente enfermedad, acompañado, por supuesto, de un caldo de pollo.
Al escuchar a mi hermano con la voz pausada para que no se le fuese a quebrar
por efecto del llanto, no pude evitar unirme. Pero en mi interior no estaba
moviéndose ninguna sensación. Mi llanto era, y ha sido hasta el día de hoy
desde hace treinta años, una voluntad del cuerpo, mas no de mi ánima. Esto en
verdad me asusta, quiere decir que el encierro ahogó mi amor, mi capacidad de
querer y hasta de odiar.
En un principio, como te resultará
natural, golpeé con fuerza la puerta de acero, lastimándome estúpidamente las
manos. Grité hasta que la voz se me partió la típica frasecilla del reo:
Sáquenme de aquí, soy inocente. Después callé. Y me encerré a mí mismo en algo
más rígido que ese concreto, y que el mismísimo afecto: mi soledad. Algún
tiempo después llegué a la conclusión que probablemente, sin quererlo, quizás,
fuese yo realmente culpable de lo que se me acusaba, tal vez. Hacía grandes esfuerzos
por reconocer mi terrible falta contra la sociedad, y no hallaba nada que me
fuera lógico. Al menos nada tan grave como para que me castigaran de esa
monstruosa manera. Nunca vi nada malo en mi pasado. No tenía por qué.
Después pasé a cavilar en cualquier
circunstancia que podría haber propiciado mi aprisionamiento. Divagué de tal
manera que acabé creyendo que el castigo debió haber sido para X o Y personas
de la vida pública. El señor presidente era el mejor ejemplo. Los días
domingos, a eso de las siete treinta p.m., se establecía cadena de radio y
televisión a nivel nacional. Sin embargo, ante las ruidosas declaraciones de
sus detractores, se vio obligado a adelantar su aburrido discurso. Declaró el
día viernes por la tarde que renunciaría a su cargo sin necesidad de que le
obligaran, permitiendo al pueblo participar en nuevos comicios, si alguien
lograba probar que se había cometido fraude electoral. Matizó excesivamente en
este punto. El martes fue el día en que me llegaron a buscar. Durante todos estos
años he considerado las palabras del señor presidente como estúpidas. Las suyas
y las de todo político. Estúpidas e innecesarias. Primero porque de haber
fraude electoral comprobado, el hombre se ve tan cínico y malintencionado que
no tardaría en huir del país. Luego, he pensado toda mi vida que la palabra
debe ser usada con cuentagotas, y más tratándose de una figura pública, y que
en el mejor de los casos se deben evitar explicaciones para quienes no las
merecen ni las entienden. Fue tan convincente el tipo que hasta sus rivales más
aguerridos y fastidiosos parecieron creer en la transparencia de la elección.
Solía repasar hasta el cansancio mis
conocimientos, creando soliloquios que vociferaba. Empezaba hablándome de lo
que recordaba del Quijote, por ejemplo, esto al amanecer, y por el atardecer
mis gritos eran dedicados a mi empírica sabiduría en ventas. Era extraño hasta
para mí. A ratos me tiraba en el catre maloliente en el que dormía, y hacía un
esfuerzo por morir, como si con tan solo desearlo vendría la sombra intangible,
provista de su tradicional hoz y una espléndida sonrisa llenando su esquelético
rostro, para llevarme. Pasaba indefinido tiempo tirado con los ojos abiertos,
boca arriba, con una intensa necesidad en la carne de sentir algún calor.
Todo esto se me vino de golpe a la
cabeza en el momento en que vi el rostro de Ponce detrás de mi hermano. Fue un
luzazo cegador, como el de una cámara fotográfica. Cuando desperté tuve la
oportunidad de, por primera vez en treinta años, ver un cuerpo femenino.
¡Treinta años! Aunque no era precisamente el más agraciado del mundo, la
enfermerucha raquítica no carecía de cierto encanto. También pudo haber sido
una idea mía, un desgaste en mis gustos.
La enfermera hurgaba en su nariz. Le
tomó apenas un segundo comprender que yo abría mis ojos. Se disculpó con un
montón de palabras cruzadas e ininteligibles. No pude pensar entonces. Unos
momentos después regresó a mi cuarto junto al médico, mi hermano. Fue entonces
cuando ella me pareció bonita, realmente hermosa. El doctor le pidió que se
retirase y no la volví a ver más nunca. Mi hermano inició las esperadas
explicaciones en ese momento, bajo la vigilancia del doctor. Pero no fue éste
sino aquel quien acabó por silenciarse. Le costaba un poco de trabajo hablar y
llorar teniendo frente así un carácter duro e irrompible, un rostro pétreo que
era incapaz de expresar algún sentimiento. Y empecé a hablar. Hablé, hablé,
hablé, y hablé de tantas estupidez juntas como constan en estas páginas. Hasta
el mismísimo médico terminó saliendo, alegando malestar, y yo no sentí nada.
Pero no querrás saber de ellos, sino de
mí. Era mi cuartico gris pequeño, minúsculo, como te agradaba decir. Pero
adecuado para que no me necesitasen sacar bajo casi ninguna circunstancia.
Contaba con un catre artesanal, que no cambiaron jamás, a pesar que cuando yo
lo empecé a usar ya estaba un poco envejecido. Mi cuartico gris tenía además un
excusado pequeño, pero funcional. La puerta de acero que me lastimó las manos
tenía una pequeña apertura en la parte de abajo que nadie usó
A pesar de las horrendas condiciones de
salubridad sólo en muy raras ocasiones me enfermaba. La comida era sucia, pero
mi estómago aprendió a soportarla. Me bañaba una vez cada dos semanas, pero mi
cuerpo supo adecuarse después de un gran esfuerzo. No me lavaba las manos. Pero
entre eso y más, lo peor, lo realmente detestable era cuando dejaba de caer
agua, y el excusado permanecía sucio por un largo, largo, eterno, interminable
tiempo. Me encontraba ahí solo, enfrentando a mis propios excrementos, sin
forma de escapar, nada, nada. ¡Nada! Eso era sin duda lo que más odiaba. Las
manos se me arruinaron. Un daño permanente, me dijo el médico. Sinceramente era
de esperarse, le respondí, y le conté con detalle de mis primeros días. Cuando
vine a sentir mis manos eran totalmente inservibles. Nadie se preocuparía por
atenderme bien. Pero un guardia (aquel, el jefe) me hizo el favor de
proporcionarme un par de vendas limpias, que me duraron todo este tiempo, y que
procuraron que no se cayeran mis manos de su sitio. Ese fue uno de mis más
grandes sufrimientos.
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