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lunes, 28 de diciembre de 2015

Fundación


 (Texto rescatado de una gaveta vieja. Y luego de una carpeta que tenía en un correo que ya ni uso. Favor no burlas). 

Junto a los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos se proclamaron a una sola voz en contra del mundo y hallaron un camino hacia la libertad. Fue Ciro Jandres quien tuvo la iniciativa una mañana de abril, en el asombro de la primavera perenne marcada en los rostros que iban, venían y volvían frente a sus ojos hambrientos. Seguramente pensó en comer primero y salir a revolucionar millones de vidas más tarde. De manera que escupió sobre una rata atropellada al tiempo que caminaba sobre las líneas blancas y suponía que su idea era tan buena, pero tan buena que con los años los niños estudiarían sobre su vida en la materia de estudios sociales y cívica. Ya con los pies plantados sobre la otra acera notó que la calle lucía especialmente desierta. Buscó en su bolsillo izquierdo, donde solía guardar las moneditas que le regalaban porque el otro estaba agujereado, y apenas encontró entre la mugre una de esas moneditas: veinticinco centavos. La limpió con una suave caricia, como impregnada del amor que no sentía nunca. De inmediato empezó a cavilar sobre qué podría hacer con ella. Lo más desquiciado, pensó, sería regalársela al cojo de la otra esquina. No reparó en lo significativo que pudo haber sido ese gesto, porque se le presentó una sonrisilla naciente en los labios. Dos alemanas me quitan el hambre, pero me dejan con sed. Como gozaba de todo el tiempo disponible para lo que se le diera la gana, decidió sentarse en la banqueta de la parada de autobuses, al lado de un anciano que leía el periódico mientras esperaba. Fue entonces cuando la ciudad acarreó a él su imagen inmortal, en una ilusión de un instante. Ciro vio cómo la basura y las construcciones incontenibles lo llenaban todo, como en un ataque de asma que empieza y sube y sube hasta que está en la cima, despedazando los pulmones del enfermo. Así, él se sintió perplejo ante el ataque del urbanismo. Los oídos le zumbaban y las manos sudorosas ya no le cabían en el pellejo mientras la ciudad le encajaba la última mordida en lo más profundo de los nervios y le escupía sin misericordia. Temblaba, de seguro, pero no se dio cuenta de ello. El autobús vino de súbito, entre el insoportable barullo de almas que bien pudo figurársele como el Infierno, si lo hubiese visitado y vuelto de él. El anciano abandonó la lectura, enrolló el periódico y se montó al autobús después de regalarle una monedita de veinticinco centavos al mendigo que sudaba y hacía horribles sonidos agónicos junto a él. Ciro apenas y le dijo Dios le bendiga. Y estaba tan aturdido que olvidó un segundo su revolucionaria idea. Última vez que fumo de esa basura, rezongó contra sí mismo en voz quedita, quedita, como si fuera la voz de su conciencia muerta.
            Ciro Jandres permaneció sentado solo en aquella banqueta por un buen rato, ajeno a la inexorable realidad del mundo a su alrededor, esa realidad a la que él asesinaría, según sus propios planes. Sólo pudo reaccionar al lejano murmullo de la vida cuando sus tripas crujieron como un pedazo de madera resquebrajándose. De inmediato se disipó lo poco que restaba del ataque inmisericorde de la ciudad y el murmullo lejano tornó a ser ruidos, gritos, cláxones y una infinidad de movimientos simultáneos cuya descripción no cabría en cien mil páginas. Se levantó y caminó, como había planeado la noche anterior entre la droga y el hambre escabulléndose, entre el frío que dejaba de ser y el mundo que pretendía cambiar. Comprendía muy pocas cosas acerca de la configuración de la sociedad. Sólo sabía que su lugar era la exclusión, donde la principal función de su clase era morirse de hambre justo en medio de un monzón invencible llamado ciudad. Ahora contaba con cincuenta centavos para el desayuno. Según recordaba (y no se equivocó recordando) era la primera vez que tenía para comer bien un desayuno sin haberse visto obligado a extender la mano por horas completas. Un almacén comenzaba a vociferar ofertas increíbles acompañadas de música de moda. Ciro cantaba. El sol caminaba potentísimo, pero hacía un aire tan fresco en la tierra que el espíritu de Ciro se vio reanimado. Entonces supuso que la mujer de aquella tienda le volvería a correr de su negocio con manguerazos de agua helada, sin importarle si llevaba o no dinero para comprar, de modo que no merecía la pena exponerse. Así que paró de caminar (lo había hecho por diez cuadras desde la parada de autobuses donde encontró al anciano del periódico)  y pensó que la escena de esa tenducha se iba repetir en cualquier sitio. Estuvo sin moverse por un par de minutos, un poco adormecido aún por el efecto de la droga que se propuso olvidar para siempre. Entonces pasó junto a Ciro un hombre y su carretón de panes con jamón. Le saldría exacto: cincuenta centavos por el pan y un refresco; perfecto, pero no contábamos con que Ciro abandonaría el hambre para darle nueva vida a las ideas. Las moneditas hacían que le sudara inconteniblemente la mano izquierda. Dejó ir al hombre y a su carretón,  y a sus panes, y a sus refrescos y guardó en el mugroso bolsillo las monedas, por si acaso. Luego suspiró cavilando sobre cómo se empieza a cambiar el mundo, en especial cuando no se tiene ninguna experiencia en ello. Lo único bueno, pensó, es que nunca voy a tener hambre de nuevo.
            Cerca de Ciro Jandres, el vagabundo que pensaba, se halló Esteban Vásquez, el vagabundo que se preguntaba qué estaba haciendo ese imbécil ahí parado. Y con esas palabras exactas se lo preguntó: ¿Qué estás haciendo ahí parado? Ciro reaccionó al instante con felicidad, pues sin quererlo había hallado a quien convertir en Sancho para su aventura quijotesca. Esteban, contrario a Ciro, sí había comprado un pan al hombre del carretón, aunque no le alcanzó el dinero para un refresco.
            --Pues nada. Mirá... Que yo te quería preguntar una cosa.
            --¿El qué?-- reaccionó rápido Esteban atragantándose, para evitar que su colega le pidiera.
            --Fijate que conozco de un lugar --explicó Ciro-- donde nadie necesita beber o comer para vivir, donde no tenés que andar oliendo un bote de pega a cada rato.
            --Vos bolo estás --replicó Esteban--, cómo te ponés a creer eso.
            --Ah, no creés, acompañame a ver si no es cierto.
            Era mediodía cuando empezaron a caminar juntos.
            El sol en clímax no doblegó la ahora férrea voluntad de Ciro, a quien ya nunca se le volvió a cruzar un pensamiento de hambre. Esteban se había saciado de un solo con aquel pan insípido, porque la pega de zapatero también colaboró un poco. Ciro levantó su mano derecha y cubrió con ella sus ojos del sol, mientras charlaba consigo mismo acerca de la  magnífica realidad que pronto sustituiría a la peste mal nacida en la que vivían, si a eso se le podía llamar vivir. Había notado algunas particularidades en esa mañana de abril que, pensó, serían narradas a detalle tiempo después en los libros oficiales de estudios sociales y cívica. No bien anduvieron una cuadra cuando les llamo don Mar (Marcelino), una piltrafa de lo que alguna vez fue un hombre, que usaba una muleta vieja, encontrada entre los desperdicios de un hospital público, para reemplazar a su baleada pierna izquierda. Le había resultado raro que Ciro y Esteban caminaran como Pedro por su casa en una calle donde bien podrían pedir limosna. Sobre todo le extrañó que caminaran como si tuvieran un sitio a donde ir.
            --A ver, jóvenes, ¿para dónde?
            --Al País de los sueños cumplidos --gritó Esteban quien se ilusionó muy pronto con el ideal de no pedir más nunca.
            --No --Corrigió Ciro--, vamos a un sitio donde no pasaremos necesidad.
            Eso fue más que suficiente para don Mar. Cogió su muleta y se levantó del suelo con tanta vitalidad que nadie que le viera podría creerle de nuevo su cara triste y desvalida. Ciro se sintió extasiado en ese momento. Mejor de lo que me esperaba, dijo para su coleto. Y no se había sentido desprotegido en toda la mañana.
Entonces don Mar inquirió:
            --¿Y dónde queda?
            --Cerca --respondió el vagabundo confiado.
            Al instante empezaron a charlar sobre un mundo nuevo, sobre la ausencia de la irrompible cadena de la necesidad, sin percatarse de que sus palabras atraían a muchos otros mendigos, tuertos, mutilados y andrajosos que preguntaban y se unían, sin un asomo de duda, al nuevo movimiento libertador. Las calles, sin embargo, seguían luciendo desiertas.
            --La gente no ha salido de sus casas, ¿veá?
            --Miedo es que tienen.
            --¿A qué le teme la gente que come y que se cobija por las noches si tiene frío?
            --A morirse.
            --O a la soledad.
            --O a nosotros...
            --O a ser como nosotros.
            Las voces de los pordioseros se escuchaban lejanas en la cabeza de cada uno. Estaban tan compenetrados en su sentimiento de liberación que pensaban casi idéntico. Hablaban y cantaban. Soñaban y casi volaban. Y todo esto a un solo tiempo.
            --¿Por qué es que no hay más gente que nosotros en la calle?
            Fue Ciro el único que se aventuró a responder esto:
            --Tienen un gran presentimiento.
            Hacia la una de la tarde nadie había visto a las personas normales ni en las ventanas de los edificios, ni en ningún otro lado. Pero no les importaba. Por una vez (y para siempre) se sintieron plenos. Autónomos, es la palabra indicada. Caminaban de tal forma que no se entendía que existiera algo más en el universo que ellos y el camino por el que iban. El paso, presuroso al principio, pronto adquirió la velocidad del más lento. Y todos eran capaces de reír. Después, con el sol atento al estremecimiento humano en la tierra, los ignorados de siempre llegaron a su nueva patria. Henos aquí, pensó Ciro, y las mismas palabras recorrieron cada mente de pordiosero cercana, junto a una orden sobreentendida: Despójense. De inmediato los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos soltaron sus pertenencias seculares y ya no las volvieron a necesitar. El suelo de sus pies se plagó de cigarrillos normales y prohibidos, moneditas de mínimas denominaciones, botes y botes de pega de zapatero y demás. Resultó insólito la cantidad de cosas raras a las que se apegan los vagabundos: mechones de pelo de muñeca, fotos de gente desconocida, espejos rotos, carritos de juguete sin ruedas, y cuanto artefacto se piense inverosímil, ahí estaba. Por último, claro, las ropas viejas.
            La que llamaron su nueva patria era un predio baldío con pocos metros cuadrados de área, rebalsando de basura inmunda. Ciro sonrió ante esa aparición que se le antojó celestial. Nuestra casa inmortal, pensó, llegamos al fin, después de caminar toda la vida. Su nueva patria se hallaba en medio de dos edificios que subían y subían hasta perderse en medio del Cielo, así como se planeaba fuera la torre de Babel. Llegamos, gritó Ciro. Llegamos. ¿Llegamos? ¡Llegamos! La repetición hasta el infinito en las mentes vagabundas.
            En el pandemónium de la nueva patria, sin saberse cómo, empezaron a llegar mendigos de otras latitudes de la tierra, vagabundos que hablaban otro idioma, tenían diferentes costumbres al pedir, vestían andrajos diferentes y curiosos, tenían otros rasgos en el rostro, otro color en la piel, otra manera de odiar al mundo, pero que lejos de ver sus diferencias veían su semejanza, como tanto cuesta hacer: Un deseo ferviente de cambio. Seguramente la noticia se regó con celeridad a través de las muchas vías de comunicación instantánea con las que ahora se cuenta. Y en cuanto se enteraron, echaron mano de esos recursos empleados solo en excesivas emergencias, para moverse hasta este pequeño país. Ciro Jandres gritó alguna palabra de júbilo, repetida en todos los idiomas disponibles; luego tomó de la mano a Esteban Vásquez, y éste a don Mar, y éste al siguiente, y éste al siguiente, hasta que se acabó de formar una inmensa cadena de mugre al desnudo. De esa manera entraron en su nuevo hogar. Uno a uno se acomodaron en  el limitado espacio con solidaridad, fusionándose todos o desapareciendo en el vacío. Como sea que fuere, el caso es que, a las dos p.m. la ciudad (el mundo) sin vagabundos, reaccionó.
            Lo más probable es que los mendigos, los tuertos, los mutilados, andrajosos, casi, casi muertos, ya se habían establecido para siempre en otro mundo sin lenguas y, lo más importante, sin necesidad de pedir. Era un pueblo perfecto, sin comparaciones ni egoísmos, establecido muy lejos de esta ciudad que vio nacer al fundador. Y aquí sólo pudieron sorprenderse de no hallar a nadie echado en las calles con la mano extendida. Poco más tarde un policía requisó temblando aquel solitario predio baldío. Estaba tan asustado que muchas de las personas que se acercaban por curiosidad no pudieron entenderle la primera vez que gritó:

            --No hay nadie. 

Indignado/Indiferente

Hace unas horas un amigo cercano me contó sobre el asesinato de un compañero de la U. El tema se ha vuelto cada vez más común, ya no estoy obligado a mostrarme tan sorprendido, pero logré responder un "lo siento mucho" bien intencionado. Inmediatamente después me aclaró, "lo decapitaron", porque sabía que el morbo natural de la conversación me llevaría a preguntarle los detalles. Él estaba asustado, no solo por las circunstancias, sino porque el chero es unos años menor a nosotros, colega suyo, y aparentemente una buena persona, cuesta enterarse de casos similares y no verse uno mismo en ese espejo, ¿y si me tocara a mí? Yo estaba asustado, aún lo estoy pero no tanto por el asesinato y las maneras sino asustado de mí mismo.

Durante varias horas traté de indignarme, sentir algo, que me repugnara el acto como corresponde cuando cortaron la vida de un veinteañero, me imaginé los horribles detalles, la reacción de la familia, mi propia reacción de haber sido amigo mío, o incluso mi pareja. No pude sentir nada, me sentí familiarizado con el hecho. Y eso fue precisamente lo que me asustó.

He tenido diversas pláticas similares a lo largo de mi vida adulta, la vez que balearon a la amiga de mi hermano, cuando mataron al papá de un compañero de clases, cuando desapareció un amigo de la infancia, todas las que han llevado a la misma triste conclusión de siempre, de todos nosotros y de todos los días: pobre chavo, pobre familia, pobre país. Luego un silencio confuso y la indiferencia hasta que ocurre de nuevo. Hemos sabido de muchos asesinatos, tantos como seguramente los jóvenes en países en guerra han visto. Nos hemos acostumbrado a averiguar qué tan peligroso es un lugar antes de pensar visitarlo, a escondernos el celular cuando subimos a un bus, a la paranoia de andar por una calle que no conocemos muy bien. Ya nos parece natural que se suban a asaltar en quincena y que los robos aumenten terriblemente a final de año. Y entre todo esto, sangre. Celebramos al 'terrorista' muerto (que el término terrorista se viene usando muy mal en la prensa local, bue...) como si fuera la última victoria que nos garantiza la paz absoluta y no nos detenemos a pensar en el monstruo que este país se ha convertido. 

El Salvador, todos los días.



Siendo muy francos, el salvadoreño promedio está fascinado con el tema. Ahí está el público de 4visión y similares atentos al medio hasta que sale la macabra cifra de asesinatos diarios, o los idiotas que andan proponiendo pena de muerte (en un sistema judicial tan efectivo como el nuestro, ajá) o tramitando permisos para armas a lo bestia. 

El problema de la violencia no tiene fin claro. Tan sencillo, ¿no? Nos toca irnos de acá. Pero quizás nos puede ir mejor si por unos días nos proponemos a convivir en nuestro entorno en paz. Acatando las reglas cuando manejás, no puteando a medio mundo en la calle, no tomando ventaja de otros solo porque podés, respetando las elecciones y vida de otros. Vamos que este problema no se va solucionar así nomás, pero qué bueno sería iniciar por sensibilizarnos un poco, aunque sea en las cosas más cotidianas y banales. 





martes, 28 de abril de 2015

Último Preso

(¡ay!)

No pegué el ojo en toda la noche. Distinguí entre el sopor de mi fatigada mirada unos cuerpos mutilados, ensangrentados, el piso rojo que trapeaba doña Faustina. Me calmé con palabras musitadas. No debía angustiarme, es lo que me ocurrió ayer, seguramente. Pedí permiso de entrar a ver a mi madre. Me fue concedido sin ningún problema, bajo la advertencia reiterada: No es prudente que se haga ilusiones, mi amigo. Mamá se veía muy sana, juguetona incluso. Reía con cotidianidad. Me preguntó por Claudia, por Eulalio, por Erica, mi esposa, y por mí. En este punto su voz se volvió severa. Que cómo me sentía. Que tenés que cuidarte. Que muchas cosas más. Despreocúpese, le dije, estoy más vivo que la vida. Ella me vio con reprobación. Movió negativamente la cabeza, y me suplicó que le diera un beso. Entonces me quedé dormido.
Me he enterado, además, que hubo una guerra. Me lo supuse. Algunos años, desde mi celda, alcanzaba a escuchar las balaceras. El pueblecito que tenía vecindad con la prisión desapareció, dejando como sobreviviente a una sola mujer que escapó entre el ganado del batallón mortuorio. Esa mujer acaba de morir. Por cierto, he estado leyendo su testimonio. Me parece irónico que mencione mi torre como una mala señal, de la que se alejaba feliz, porque eso indicaba, además, que se alejaba de su propio pueblo. Pero la guerra es lo de menos. Total, yo ni la viví.
El día lunes Claudia me pidió que resolviera el asunto de su casa. No precisaba más de ella, así que fui, recogí sus cosas, hablé con el arrendatario y le pagué el mes pendiente más la multa por mora, luego se lo cobraría a mi hermana. No es que fuera un avaro (no me malentendás), lo que pasa es que yo estaba pagando las últimas cuotas de mi propia casa, y el dinero apenas me salía justo. Noté que este hombre también se me quedó viendo de manera extraña. En el interior de su oficina guardaba unos afiches del partido de izquierda. Le estreché la mano por cortesía. Los muebles son suyos, ¿cierto? Sí, salúdeme a su hermana y dígale que lamentamos lo de su marido, un buen tipo a la verdad. No dejaba zafarme. Me clavó una mirada y un consejo extraño: usted es muy valiente, a la verdad, pero no debería salir a la calle, se expone usted demasiado. Es cierto que no le pueden probar nada, pero lo suyo es un secreto a voces, una certeza sin pruebas. Este fue el único recuerdo que en mi cuartico gris me dio indicios que hice algo terrible contra la sociedad: Era un prófugo, pero no me daba para más la suposición. Aquel hombre seguro se confundió, pensaba. Ahora estoy cierto en esto. Eulalio me lo confirmó. Yo carecía de filiación política. Sólo hallé una forma de librarme del arrendatario.
--Claro, claro. Gracias.
La ropa de mi hermana era muy poca. De su marido había mucho menos. Una vecina me vio y me dijo que los policías vinieron a requisar, y que se llevaron un buen número de cosas. El arrendatario ya me lo había dicho, eso creo. Luego salió un hombre, su marido, me vio despectivamente y regañó a la mujer, la jaló para adentro. A mí no me dirigió la palabra. Me pareció escuchar algo como: Él es el cuñado, acordate. No le di importancia, hasta creo que lo estoy inventando. Quién sabe. Puse toda la ropa en una sola bolsa, las cosas del marido de Claudia en una cajita insignificante, y la bisutería y el maquillaje de ella en otra un poco más grande. Lo coloqué todo en los asientos traseros del coche y regresé a casa de mamá. Mi hermano y Erica ya estaban almorzando. En serio que hoy me levanté tarde, dije. Qué bueno que estoy de vacaciones. Comí en absoluto silencio. Sí dijo Eulalio, por eso Claudia se molestó y se fue en bus. Después del almuerzo Claudia y yo fuimos al cuarto de mis padres, donde ya nos habíamos instalado, hicimos el amor, fue la última vez que lo hice, y luego: Tenemos que hablar en serio. Qué ocurre, le pregunte. No tiene sentido que gastemos tanto, nuestros ahorros se terminaron ya, sólo queda un poco. Me frustró un poco su actitud; por un instante, aclaro, me pareció sumamente materialista, mas luego comprendí la verdad, no era que le valiera un ápice la más que cierta muerte de mamá, no, tenía toda la razón al hablar. Qué proponés. Pues qué más, nuestra casa es muy grande y nosotros aún no tenemos hijos, propongo que vendamos esta y nos llevemos a tus hermanos a vivir a aquella. No reaccioné. No podía hacerlo. Me impresioné y no logré ver los alcances de las palabras de Erica. Di un suspiro extraño y me metí al baño. Cuando salí, Erica ya no estaba, pero yo iba decidido a darle la razón. Había que empezar a buscar comprador de inmediato, tanto porque cuesta hallar uno, tanto para que no nos fuéramos a arrepentir. Dolería, era mi vida, en esa preciosa e imperfecta casa. Podría venderse a un buen precio con unas cuantas modificaciones. Pero me dolía, y mucho.
¡He comprendido! Justo en este segundo. Erica fue un ser de luz, de buenos sentimientos, que me amaba y que se suicido algún tiempo más tarde. La pobrecilla me esperó por quince años, llorando cada día (según me lo dijo Eulalio), hasta esa tarde navideña cuando se tomó medio frasco de pastillas de no-sé-qué. No fue ella quien habló mal de mí, ni quien me hundió en el fango, fue la esposa de otro hombre, quien mató al presidente, con quien me confundieron. Claro, es obvio. Aunque aquí caben dos posibilidades.
Uno. La mujer tal, furiosa con su marido por algún asunto irreconciliable de pareja, se decidió tomar venganza. Entonces, por supuesto, lo marcó, lo delató, dio detalles para hundirlo. La muy malvada. Por que se entiende que un criminal no puede tener por mujer sino a un ser análogo. ¿Pero qué estoy diciendo? Yo no soy psicólogo, hablo de ira, de pura cólera.
Dos. La mujer, tal, sabedora de que su marido estaba oculto comprendió que era una especie de doble a quien acusaban, entonces decidió matarlo(me) para librar a su esposo, quizás cambiándole la apariencia.
Ese día lunes, por la tarde, el vicepresidente tomó  a su cargo la presidencia, no sin aclarar que el culpable del horrendo asesinato a sangre fría pagaría, sea quien fuere. Estuve de acuerdo como quien hoy en día lo está con el reciclaje.
Oscureció de nuevo en silencio.



El martes que llegó era el fin de una semana de vacaciones. Eulalio y yo salimos le dejaría en la escuela, como siempre. Erica era vendedora en un almacén cercano a casa. Claudia estaba desempleada y se encargaría sola de cuidar a mamá. En cuanto a mí, también era vendedor pero trabajaba en una tienda de ropa mucho más grande y lejana a mi casa. No pude dejar de notar lo extraño que me veían todos. De un automóvil al mío. Desde la acera.
Como siempre lo hacía, dejé a Eulalio a una cuadra de la escuela, porque el tráfico de niños y microbuses hacía imposible el paso a mi coche. Me despedí. Cuando él estaba a dos pasos, soné el claxon. Volteó a ver. Saqué la cabeza por la ventanilla y grité, vení. Me hizo caso, hemos venido muy temprano, me dijo. Qué pasa, agregó. Mirá, sé el mucho amor, el infinito amor que le tenés a mamá; Claudia y yo, Erica incluso, también se lo tenemos, sin embargo ella está muriendo y debés ser fuerte, he visto cómo te has desmejorado estos días, eso no está bien, así es la vida. Él asentía con la cabeza. Al final dijo frases incompletas y salió del automóvil. Huí del sitio a toda prisa.
¿Podría en ese momento sospechar que en la tarde del día siguiente mis palabras se volverían realidad? Q.E.P.D.
Fue en el parque mientras cedía el paso, que un policía acabó de identificarme. Oríllese, me gritó desde la patrulla. Yo, por supuesto, obedecí.
--¿Necesita mi licencia, oficial?
--No, nada de eso. Acompáñenos.
Y al decir esto recibí un fuerte golpe. Me fue imposible comprender lo que pasaba. En la cárcel me dijeron que estaba siendo acusado de homicidio y que debía someterme a juicio. Les tomó un mes decidirse a aislarme y a mí treinta años saber la verdad. Eulalio me la contó. El gobierno tranquilizó al pueblo, ya el asesino está encerrado, fue condenado a la pena de muerte. A mi familia, por lo menos, la absolvieron de toda culpa, pero debieron cambiarse de casa al otro lado del país, a un oasis tranquilo en donde la guerra ni se sintió. Eso dicen ellos y los libros oficiales de estudios sociales y cívica. En la comisaría les dijeron que ya yo estaba muerto. A medias era la verdad
Así, mi historia.
Así, mi vida.



Vine hasta acá, la casa de mi infancia, vine muchas veces en espíritu. Me paseé por aquí, a pesar que ahora es un enorme centro comercial. La gente que me mira ha cambiado se visten, hablan, viven, son, diferente. Creen que estoy loco porque hablo conmigo mismo. No sospechan la verdad. Con el dinero que me dieron más me vale hacerlo.
Ahora lo que me gusta de la radio (ella también ha cambiado), no son esos boleritos que ya casi no tienen público, sino la música de un tal Julián…


domingo, 19 de abril de 2015

Preso Tres

(Siendo francos, hubiera querido revisar la historia y editarla quizás una última vez, digo para que no se viera tan naïve. Ya qué.)



 Recapitulemos lo que me causó el mal. El viernes acaecieron las declaraciones del señor presidente. El día sábado, como cosa rara, visité a mi tía por parte de madre. Entonces estaba viviendo en un pueblo a ocho kilómetros de nuestra ciudad. El camino hasta allá era sumamente engorroso, no tanto por el propio largo del camino, sino por lo irregular del suelo. Resulta molesto el constante movimiento de hamaca en el autobús, en especial cuando este armatoste va tan saturado de gente. Me lo pidió mi madre, seguramente querría contarle uno de esos secretillos más que graves ridículos, o acaso preguntarle si tenía algún recado para alguien que ya estaba del lado de los difuntos. Cuando llegué a su casa me saludó como si yo fuera vecino suyo, sin desconocer el parentesco, claro, pero con una rara frialdad. Me dio la impresión que sabía de mi inopinada visita. Uno de sus hijos más chicos estaba sujeto a sus faldas.  Mi tía me ofreció una fruta de temporada, que yo acepté. Le platiqué del asunto que me movía a visitarla. Vamos, me dijo. Y antes de salir me regaló una bolsa llena de aquella fruta, según su costumbre de no dejar ir a visitante con las manos vacías. Pasamos a casa de uno de mis primos, quien ya vivía con su esposa, y le dejó encargados a sus dos pequeños mugrientos. Solamente se cambió de blusa, y se perfumó un poco. Era una esencia muy dulce, parecida a la que mi hermano usa hoy en día. Ya sabés que mis recuerdos no están del todo limpios, ¿cierto?, no sería raro que exagerase o degenerase la información.
Sin embargo, me parece bastante específica la imagen mental que de mi tía guardo, saliendo del cuarto de mamá cuando yo me disponía entrar.
--Dejala, quiere dormir.
--¿Cómo la vio?
--Tranquila, bastante tranquila. Dice que su final está muy cerca.
Me resultaron impactantes sus palabras, por eso las guardo con especial dedicación.
Mi tía pudo haber pasado por gemela idéntica de mi madre con unos cuantos trucos bajeros de maquillaje, a pesar de que era unos años más joven, en parte porque una era sucesiva de la otra, en parte porque ambas padecían enfermedades reumáticas desde la temprana adolescencia. Por esta razón es que me impactaron aquel par de frases, era como si oyese a mi propia madre hablar de su muerte. Llevé a mi tía a la cafetería del hospital, y ahí fue donde ocurrió lo más extraño de todo. Nuevas palabras de impacto:
--Está muy afligida.
--¿Cómo? Hace un momento me dijo usted que estaba tranquila.
--No por ella, por vos.
--Está muy afligida por mí –repetí sin entonación alguna.
--Sí. Dice que ve tu muerte más próxima que la tuya.
--El doctor nos habló de unas alucinaciones. No debe usted tomar en serio lo que le diga.
--Yo la conozco. Sé como es ella para hablar.
La conversación se cortó de súbito. Ella bebía con la solemnidad propiamente suya a la hora del café. Luego me vio de manera extraña y remató:
--Ese también es mi presentimiento.
Caía la noche.


Dormí como una piedra. Estaba muy cansado, acaso demasiado como para sentir algún tipo de angustia por las palabras de mi tía. En verdad, ellas siempre fueron muy exactas cuando ambas veían venir el mismo acontecimiento. Supieron predecir, para dar al menos un ejemplo, la fecha exacta de mi nacimiento un año antes del matrimonio de mis padres. Está de pensarse, debí murmurar en algún momento.
Desperté, y mi mujer estaba a mi lado, sujetándome con sus piernas. Intenté zafarme sin despertarla, pero ella tenía los ojos abiertos. ¿Adónde vas?, me preguntó. Su voz era muy suave, a tal grado que se me figuró que pude entenderla apenas por el movimiento de sus labios. Le contesté que mi obligación era estar con mamá en sus últimos momentos. Ella me sonrió con esa mezcla seráfica de compasión y amor profundo. Después me dijo algo que ocasionó un retraso en mi salida de casa.
--La niña que tengamos se llamará como mi suegra.
Me bañé y salí de mi casa a toda carrera. Desayunaría cerca del hospital.  Dejé aparcado mi coche a unas cinco casas de la que pertenecía a mi madre. Toqué a la puerta y mi hermano apareció instantáneamente. Vamos, me dijo. Cerró con doble, y echó un vistazo desde la acera para asegurarse nuevamente que las ventanas estuvieran cerradas, y que había dejado una luz encendida  en la sala. Hizo esto para que los posibles ladrones pensaran que alguien permanecía en casa. Una vecina le gritó desde su puerta. La recuerdo bien, pensé, es la madre de mi primera novia. Tendría yo unos diez años.
--Salúdame a doña Eduviges. Díganle que todos oramos por ella.
Nos despedimos con una sonrisa triste. Entramos al carro, y mi hermano me dijo que su novia era hija de esa señora.
--Claro –le contesté con risilla disimulada--, creo que ya lo sabía.
El camino fue largo. Tedioso. Hubo un tremendo congestionamiento. La música que escucha Eulalio, dije para mi coleto, es bastante ruidosa. A estas alturas de la vida no sabría identificarla. Unos metros más adelante descubrimos que una manifestación, del partido gobernante, provocaba la trabazón. Mi hermano aclaró: Hoy en la madrugada mataron al presidente.
Le di la importancia que imaginas: ninguna. Mire con cierta lujuria a una joven de la manifestación; era bonita en verdad, a pesar de la ya notoria sudoración, la expresión de furia en los ojos y las ropas algo sucias. Ella me vio, y pareció que me conocía, porque me señaló y empezó a comentar con un correligionario suyo acerca de mí. Eso supuse yo. Eso creo recordar.
Hablando de una cosa por otra, Eulalio se ve muy desmejorado. Ha envejecido considerablemente, incluso más de lo que me pude esperar. Luce más viejo que yo; y eso que le llevo doce años.
Cuando arribábamos al hospital se escuchó un escándalo lejano. Dejamos el auto estacionado y le restamos importancia al asunto. Nos dirigimos sin más a la habitación de mamá. Allá estaba Claudia, nuestra hermana. Apenas dos años más joven que yo. Había pasado la última noche velando en vida a la enferma. Estaba exhausta. Triste. Derrotada. Sola. Llorando. Hola. Hola. Cómo sigue. Lo mismo. Qué ha comentado el doctor. Sigue sugiriendo la eutanasia. Doña Eduviges moría lentamente. Ya no podía comer por sí misma. Sin embargo ese domingo, cuando hablábamos de nostálgica manera en torno suyo, despertó. Mejora, dijo el médico, pero no es prudente hacerse ilusiones falsas. Le desobedecimos y creamos castillos en el aire. Siempre es muy difícil aceptar que los seres humanos no somos inmortales.
Claudia me abrazaba como cuando niños.
Estaba realmente fría. Devastada, describíase sola.
--¿Qué ocurre? –le pregunté.
--Nada. Estos días me han golpeado con furia.
--Eulalio no ha querido decírmelo con claridad.  Contame, tal vez te haga bien hablar conmigo.
--Cierto.
Callamos. Al rato volví a insistir.
--¿Qué ocurre?
Claudia, separándome de ella, dijo aquella frase con tanta paz, que me pareció erróneamente que no le importaba lo más mínimo.
--Ayer secuestraron a mi marido. Lo tiene el gobierno.
 Callé. Me alejé de ahí. Pensaba. De pronto reparé en Eulalio. Había crecido de indecible manera. Ya es hombre, dije exagerando, pues no pasaba de quince años. Claudia y yo fuimos muy desconsiderados cuando decidimos hacer nuestras vidas aparte y dar apenas una pequeña cuota para que nuestra madre acabara de criarlo. Él terminó cuidándola.
Al rato empezó aquel célebre barullo. La gran batalla que tiró dos edificios históricos de la Capital, en el afán de ganar una guerra.
--Señorita, señorita. ¿Pasa algo malo?
--Hay un tiroteo afuera, señora –dijo la imprudente.
Corrí con mis hermanos. No fue Claudia, sino Eulalio quien lloraba. Fue una época bastante cruel, dijo Claudia uno de estos días, convivimos y saludamos a la muerte a cada segundo. He sabido que su esposo fue hallado muerto y decapitado dos días después de mi encierro. Ella volvió a casarse. Lo hizo con un hombre que conoció en el parque central, durante las celebraciones de la firma de los acuerdos de paz. Fue un encuentro fugaz, apenas intercambio de nombres, que no habría tenido repercusiones ningunas, a no ser porque ese hombre resultó mudándose a la colonia donde se estableció la familia. Al mismo tiempo consiguió trabajo en una imprenta pequeña. Pagó los estudios de Eulalio. Ahora mi hermano trabaja en un lugar llamado Call Center, hablando en inglés y devengando extremadamente bien.
Se llama Ronaldo el nuevo esposo de mi hermana. Olvidé decirlo oportunamente.
Nos abrazamos largo tiempo. En el suelo. Las enfermeras pasaban y fingían: Ya se está calmando. Así, indefinida cantidad de minutos. El hospital hedía a vómito. De pronto el silencio sepulcral. Y a lo lejos el estruendo del edificio. Pasados otros minutos, más silencio. El vacío. Eco del aire. Nos levantamos y llevé a mis hermanos a casa, ambos dormirían en casa de mamá. Nos esperaba mi esposa, con un almuerzo delicioso en verdad. Comentamos en voz baja acerca de los acontecimientos. Relaté la mirada de la muchacha en la manifestación. Qué lejos estaban los tiempos en que nos carcajeamos en las comidas, con ese lugar vacante ocupado por una señora locuaz, y la felicidad sobre nuestras cabezas anidando como un pájaro que luego de una intensa búsqueda ha encontrado su cuna.
Me despedí: Duerman, descansen. Un beso. Adiós.
Era mi turno de velar el sueño de mamá, e informar a los otros si se presentaba algún problema (eufemismo que utilizábamos por la palabra muerte). Volvió a oscurecer.

martes, 7 de abril de 2015

Preso Dos

(Dos o tres días después. Hoy me estuve acordando que la primera vez que escribí esta cosa fue en la máquina de escribir de mi hermana. How hipster of me? No tenía computadora en aquel momento...)

Fue el martes de la semana pasada, apenas entonces, que tuve la oportunidad de contarle a Eulalio, mi hermano, mi vida de las últimas tres décadas. Le conté que la tarde, luego de llevarlo a la escuela, unos hombres vestidos de policías llegaron a mi casa y preguntaron por mí a Erica, mi esposa. Ella les dijo algo que nunca supe, y que sin embargo pareció provocar aún más mis torturas. Recuerdo (más o menos) como si lo trajera en la piel como un tatuaje, que cuando los guardias ya tenían un mes de haberme encerrado en mi cuartico gris, uno de ellos me gritó:
--Ya resígnese, las evidencias contra usted son contundentes. Su propia mujer lo hundió en el lodo. Todo el país le conoce y le condena.
Fue la última vez que lloré con plena conciencia de mis razones.
--¿Por qué?
--Por favor, no sea tan cínico. Usted mejor que nadie sabe lo que hizo.
Entonces callé. Me recosté en algún rincón duro de mi prisión y me quedé llorando hasta la hora de la comida.
Los primeros dos guardias me condujeron por las escaleras hasta la parte administrativa de la que te hablé hace un segundo. Me llevaron hacia la última puerta del pasillo, quitaron el enorme candado. Ahí principiaba otro camino de escaleras, que se confundían en la forma de un caracol perdido en la penumbra. Subimos. Me negaron toda información.
--Siga, siga, ya le explicamos.
No sé por qué obedecí.
La voz del guardia que parecía jefe se me iba figurando distinta, más severa, mucho más autoritaria. Vi al otro guardia permanecer en silencio, mirando hacia el suelo. Quizás no opuse resistencia en honor al conocido refrán (de muchos que hallaban nido en boca de mi madre): Quien nada debe, nada teme. Fue un recuerdo grato, una antorcha en la oscuridad de mi inopinado camino.  En el momento en que el guardia-jefe, como acabé llamándole, me dejó noqueado en el último rellano de la torre estaba pensando en la deliciosa sopa de gallina que no volví a probar jamás. Cuando desperté lo primero que hice fue pensar en este camino a casa. Ahora creo que fue una premonición, una feliz premonición; o, nada de lo que se graba en estás páginas está libre de la mortal duda, esto sea un recuerdo inventado. Estaba amaneciendo. Vi hacia el exterior y me aterré en serio con lo que se dibujó en la ventana vallada. De primera impresión me quedó un mar de oscuridad, roto apenas por una tenue llama roja que nacía en el horizonte. El sol naciente. Fue cuando comprendí que la torre de esa cárcel no es la de un atalaya, sino esto, mi infierno de treinta años.
Mi hermano me contó que mamá no supo nunca de mi aprisionamiento: le dijeron que estaba con fiebre y que por eso el médico no me permitía pasar a verla, a pesar que yo no me había movido de la sala de espera, con tan molesta enfermedad. Mi madre, mi santa madre rebatió la orden inventada del médico, y alegó que una pobre mujer moribunda tiene derecho de por lo menos conversar una última ocasión con su hijo mayor. Tanto se alteró que acabó muriéndose allí mismo, no sin antes dejar prescrito un remedio casero para mi inexistente enfermedad, acompañado, por supuesto, de un caldo de pollo. Al escuchar a mi hermano con la voz pausada para que no se le fuese a quebrar por efecto del llanto, no pude evitar unirme. Pero en mi interior no estaba moviéndose ninguna sensación. Mi llanto era, y ha sido hasta el día de hoy desde hace treinta años, una voluntad del cuerpo, mas no de mi ánima. Esto en verdad me asusta, quiere decir que el encierro ahogó mi amor, mi capacidad de querer y hasta de odiar.
En un principio, como te resultará natural, golpeé con fuerza la puerta de acero, lastimándome estúpidamente las manos. Grité hasta que la voz se me partió la típica frasecilla del reo: Sáquenme de aquí, soy inocente. Después callé. Y me encerré a mí mismo en algo más rígido que ese concreto, y que el mismísimo afecto: mi soledad. Algún tiempo después llegué a la conclusión que probablemente, sin quererlo, quizás, fuese yo realmente culpable de lo que se me acusaba, tal vez. Hacía grandes esfuerzos por reconocer mi terrible falta contra la sociedad, y no hallaba nada que me fuera lógico. Al menos nada tan grave como para que me castigaran de esa monstruosa manera. Nunca vi nada malo en mi pasado. No tenía por qué.
Después pasé a cavilar en cualquier circunstancia que podría haber propiciado mi aprisionamiento. Divagué de tal manera que acabé creyendo que el castigo debió haber sido para X o Y personas de la vida pública. El señor presidente era el mejor ejemplo. Los días domingos, a eso de las siete treinta p.m., se establecía cadena de radio y televisión a nivel nacional. Sin embargo, ante las ruidosas declaraciones de sus detractores, se vio obligado a adelantar su aburrido discurso. Declaró el día viernes por la tarde que renunciaría a su cargo sin necesidad de que le obligaran, permitiendo al pueblo participar en nuevos comicios, si alguien lograba probar que se había cometido fraude electoral. Matizó excesivamente en este punto. El martes fue el día en que me llegaron a buscar. Durante todos estos años he considerado las palabras del señor presidente como estúpidas. Las suyas y las de todo político. Estúpidas e innecesarias. Primero porque de haber fraude electoral comprobado, el hombre se ve tan cínico y malintencionado que no tardaría en huir del país. Luego, he pensado toda mi vida que la palabra debe ser usada con cuentagotas, y más tratándose de una figura pública, y que en el mejor de los casos se deben evitar explicaciones para quienes no las merecen ni las entienden. Fue tan convincente el tipo que hasta sus rivales más aguerridos y fastidiosos parecieron creer en la transparencia de la elección.
Solía repasar hasta el cansancio mis conocimientos, creando soliloquios que vociferaba. Empezaba hablándome de lo que recordaba del Quijote, por ejemplo, esto al amanecer, y por el atardecer mis gritos eran dedicados a mi empírica sabiduría en ventas. Era extraño hasta para mí. A ratos me tiraba en el catre maloliente en el que dormía, y hacía un esfuerzo por morir, como si con tan solo desearlo vendría la sombra intangible, provista de su tradicional hoz y una espléndida sonrisa llenando su esquelético rostro, para llevarme. Pasaba indefinido tiempo tirado con los ojos abiertos, boca arriba, con una intensa necesidad en la carne de sentir algún calor.
Todo esto se me vino de golpe a la cabeza en el momento en que vi el rostro de Ponce detrás de mi hermano. Fue un luzazo cegador, como el de una cámara fotográfica. Cuando desperté tuve la oportunidad de, por primera vez en treinta años, ver un cuerpo femenino. ¡Treinta años! Aunque no era precisamente el más agraciado del mundo, la enfermerucha raquítica no carecía de cierto encanto. También pudo haber sido una idea mía, un desgaste en mis gustos.
La enfermera hurgaba en su nariz. Le tomó apenas un segundo comprender que yo abría mis ojos. Se disculpó con un montón de palabras cruzadas e ininteligibles. No pude pensar entonces. Unos momentos después regresó a mi cuarto junto al médico, mi hermano. Fue entonces cuando ella me pareció bonita, realmente hermosa. El doctor le pidió que se retirase y no la volví a ver más nunca. Mi hermano inició las esperadas explicaciones en ese momento, bajo la vigilancia del doctor. Pero no fue éste sino aquel quien acabó por silenciarse. Le costaba un poco de trabajo hablar y llorar teniendo frente así un carácter duro e irrompible, un rostro pétreo que era incapaz de expresar algún sentimiento. Y empecé a hablar. Hablé, hablé, hablé, y hablé de tantas estupidez juntas como constan en estas páginas. Hasta el mismísimo médico terminó saliendo, alegando malestar, y yo no sentí nada.
Pero no querrás saber de ellos, sino de mí. Era mi cuartico gris pequeño, minúsculo, como te agradaba decir. Pero adecuado para que no me necesitasen sacar bajo casi ninguna circunstancia. Contaba con un catre artesanal, que no cambiaron jamás, a pesar que cuando yo lo empecé a usar ya estaba un poco envejecido. Mi cuartico gris tenía además un excusado pequeño, pero funcional. La puerta de acero que me lastimó las manos tenía una pequeña apertura en la parte de abajo que nadie usó

A pesar de las horrendas condiciones de salubridad sólo en muy raras ocasiones me enfermaba. La comida era sucia, pero mi estómago aprendió a soportarla. Me bañaba una vez cada dos semanas, pero mi cuerpo supo adecuarse después de un gran esfuerzo. No me lavaba las manos. Pero entre eso y más, lo peor, lo realmente detestable era cuando dejaba de caer agua, y el excusado permanecía sucio por un largo, largo, eterno, interminable tiempo. Me encontraba ahí solo, enfrentando a mis propios excrementos, sin forma de escapar, nada, nada. ¡Nada! Eso era sin duda lo que más odiaba. Las manos se me arruinaron. Un daño permanente, me dijo el médico. Sinceramente era de esperarse, le respondí, y le conté con detalle de mis primeros días. Cuando vine a sentir mis manos eran totalmente inservibles. Nadie se preocuparía por atenderme bien. Pero un guardia (aquel, el jefe) me hizo el favor de proporcionarme un par de vendas limpias, que me duraron todo este tiempo, y que procuraron que no se cayeran mis manos de su sitio. Ese fue uno de mis más grandes sufrimientos.

sábado, 4 de abril de 2015

FROOT - Marina and the diamonds.



Amo a Marina Diamandis. En mi mariconería imagino que si me hubiese tocado ser popstar (jajá) haría música como ella. Sí, The Family Jewels es un disco kinky, donde ella metió todos los ritmos que le gustaron (ahí está Shampain sonando a Lady Gaga, y I am not a robot como la joya perdida de Regina Spektor). Sí, Electra Heart falló en convertirla en la Katy Perry indie pero por Dios es un disco disfrutable a pesar de resultar tan rubio (ej. I'm miss sugar pink, liquor, liquor lips, etc.). 

Marina sabe escribir una buena canción pop. Sus influencias tan arraigadas a Britney Spears y al mismo tiempo a PJ Harvey la respaldan, y  FROOT se ha convertido en su mejor disco. No es poca cosa. 

Happy es quizás el mayor pecado del disco. No la canción sino que haberla elegido de opener es una decisión confusa. Sin embargo, el camino se endereza rapidito con la llegada de la genial FROOT, una maravilla pop de casi seis minutos en la que Marina muestra su mejor letra mientras presume su versatil voz. Una vez se ha establecido de que va el disco llega el mejor grower de los últimos años. I'm a ruin  es una canción que de primera escucha (allá por diciembre cuando solo era froot of the month) se siente genérica y sosa pero que pasado el tiempo y número de escuchas adecuado se disfruta como el caramelo agridulce que es. Vamos que hay que estar muerto para que no se te pegue el hook. Complementando la temática de I'm a ruin aparecen Blue y Forget, la primera bailable, la segunda poprockera (kudos a la letra de Forget: When I was born to be the tortoise. I was born to walk alone.)

Como se entiende, desde Happy hasta Forget Marina describe cinco etapas de una relación: la alegría de encontrar al amado, el gozo de disfrutar su compañía, luego la amargura de tener que ser el malo y terminar la relación para entonces darte cuenta que lo necesitás al menos un par de veces más. Y finalmente la ruptura final. La autora vuelve a encontrar a su amado en la genial Better than that, Weeds e Immortal. 

Cada una más triste que la anterior, Immortal parece que se escribe muchos años después, cuando Marina desea extender su amor por toda la eternidad a pesar de ser ella quien terminó la relación. 

El disco, sin embargo, no se queda ahí y ofrece un par de joyas alternativas y aún más kinky que cualquier rola de The Family Jewels. Y sí, hablo de Gold, la última froot of the month, y la genial Savages. Esta última aborda el tema de la degradación humana de manera redonda, cosa que es excepcional si tomamos en cuenta que es una canción pop. 

El disco tiene sus pecados, quizás Can't pin me down y Solitaire aunque no son temas de relleno se sienten un poco forzados, sin embargo se puede apreciar cómo completan el collage de disco que es FROOT. 

Sí, amo a Marina Diamandis y probablemente eso influya mucho en cómo percibo el disco, sin embargo me queda claro que la mujer pertenece al cada vez más raro caso en que una estrella pop hace música para ser escuchada en lugar de música para desnudarse. 

9/10.
Recomendadas: Froot, I'm a Ruin, Gold, Better Than That, Savages. (sobretodo Savages). 


Preso Uno

(Texto rescatado de un disco duro viejo. Muy viejo. Esta historia la escribí alrededor de los 15 años y creo que solo la leyeron dos de mis cheros. Perdonen el drama y los errores gramaticales. Uno de bicho es tonto).

Cuando terminé de cumplir mi condena lo primero que quise hacer fue salir corriendo para acá. Aún recuerdo perfectamente el camino a pesar de los treinta años que han muerto, en parte porque, dicen, el espíritu es la mejor de las brújulas o de los mapas, no estoy muy seguro. Esto me lo dijo Ponce, mi antiguo compañero de celda. Sólo hoy le comprendo esta parte de lo mucho que hablamos, porque en prisión se escucha toda clase de cosas, porque las palabras es una de las pocas cosas de las que no te pueden despojar. Al menos eso pensé yo hasta que me aislaron del todo y las palabras me servían sólo para asegurarme de poder usarlas. Entonces me quedaron puros recuerdos que se gastaron poco a poco, hasta que acabaron por deformarse completamente en una secuencia de imágenes abstractas que yo imaginé y jamás existió. Llegó un momento en que, incluso la figura de mi propio rostro me hubiese sido irreconocible. Comprendés que en una celda no te van a poner espejos.
Mi condena fue un camino elástico, donde a medida que se avanzaba, se estiraba y se hacía indiferente al real paso del tiempo. Yo no tenía derecho a casi nada. Solamente a mis comidas, a mis primarias necesidades, a un baño semanal, y a las cuatro paredes que me guardaban. A menudo el carcelero o el alcaide me hablaban del exterior, yo creo que para convencerse de mi lucidez mental. No les hacía mucho caso porque eso hubiese sido como unos kilómetros indeseados de más en mi camino, de por sí extenso. Cantaba. Me contaba historias yo solo, meditaba, dormía en exceso, hacía algo de ejercicio. Matar el tiempo es muy difícil en la cárcel, porque es como intentar acabar con un ejército entero, disparando a uno por uno. Hablaba solo, después que eso me parecía una práctica de locos. En algún punto, quizás, dejé de estar cuerdo.
Recuerdo perfectamente que hace un mes fue la última vez que el alcaide me dirigió alguna palabra, mientras me traía una bandeja de comida. Yo no le escuché. Mas luego le lancé una pregunta:
--Perdóneme, en qué año estamos.
Me miró sumamente consternado, como si hubiese escuchado hablar a un muerto. Más tarde entendí que su ofuscación se debió a dos razones. La primera que le hice la pregunta un primero de enero, y puesto que yo no tenía ni calendario, ni contacto con nadie, no había forma en la que me enterara del cambio de año. La segunda, que en el momento preciso en que terminé de pronunciar la pregunta, los ojos se me llenaron de agua, inexplicablemente, y sin que yo sintiera nada en particular. El pobre sujeto nunca supo de mi compulsión a llorar sin motivo. No era muy difícil, sin embargo, adivinar acerca del año nuevo, puesto que en un pueblo vecino se armaba una fiesta de luces chinas que alcanzaba a ver con un pequeño esfuerzo. Mi celda tenía una sola ventana, por donde no podía sacar ni uno de mis dedos, puesto que después de los barrotes habían colocado una valla metálica. Era un auténtico reto distinguir las figuras de los presos jugando fútbol en el patio, en su ocasión semanal.
--Estamos en el dos mil…
--Gracias.
Se retiró confuso.
Al día siguiente, dos de enero, el alcaide vino hacia mi celda como todos los días, ya repuesto del susto de ayer. Venía a darme el anuncio más esperado de mis últimas tres décadas. A esa hora estaba tratando de recordar la letra completa de un bolero, de esos que te encantaban. El alcaide  me escuchó desde afuera, y me dio la última frase que me faltaba en el coro con una voz que yo nunca le había oído, un tono afable y casi melódico. Hasta llegué a pensar que se trataba de otra clase de persona, de algún espíritu perdido en los pasillos del reclusorio, un fantasma que podría hacerme compañía ahora que por fin tenía el gusto de conocerle.
--¿Quién está allá afuera? –pregunté parsimoniosamente, como para intentar perder más tiempo de lo debido con la plática naciente.
--Cómo que quién, el hombre con el más ha charlado usted en los últimos años –me respondió irónico, recobrando su tono habitual.
--¿Señor alcaide? –grité con ganas de reír.
Afuera había otra persona. Podía sentirlo perfectamente, por el perfume tan exageradamente dulzón que usaba. Hasta me pareció adivinar que era una mujer. El alcaide me hizo ver mi error.
--Traje a su hermano. Está aquí, a mi lado.
Contrario a la imagen que siempre tuve de las celdas, y que en un principio atiné conocer, la mía carecía de barrotes. Me separaba del mundo una puerta gruesa de metal, que se habría sólo para traerme la bandeja con comida. Cuando se abrió ese día, se me refrescó el rostro con la certeza de salir, de dar un solo paso fuera de ese muladar. Y comprendí de dónde venían aquellas ganas incontenibles de llorar que me atacaron veinticuatro horas antes. Eran un presentimiento. Eran un feliz presentimiento.
De inmediato recordé a Ponce. Se me vino a la cabeza de extraña manera, como si su fotografía estuviese pegada en la pared de enfrente, justo detrás de mi hermano. Me acuerdo que era un hombre de barba blanca, pálido y unos quince años mayor que yo. Con su rostro nunca pude dejar de relacional el recuerdo de mi padre. No conversaba mucho, así que cuando yo no paraba de hablar, y hablar, y hablar, y hablar, de estupideces, del exterior, me miró furioso y me gritó que la gente como yo no duraba mucho tiempo con vida, porque los asesinos no eran gente de paciencia. Luego me vio con lástima y me aconsejó durante algunos minutos sobre las normas de comportamiento, no las establecidas por la seguridad del reclusorio, sino las que se formaban a partir de la propia naturaleza criminal que asediaba los oscuros rincones por los que pasaba, normas mucho más importantes que cualquier otra. Unos días después, atando las cortadas palabras que pude sacarle a Ponce, no logré deducir nada que me sorprendiera. Era un hombre que se juraba inocente de haber matado a su propia historia por infidelidad. La historia más común desde los tiempos en que se fundó esta cárcel.  Poco a poco las conversaciones se fueron tornando un poco más confortantes. Charlábamos de cualquier cosa, pero siempre en voz queda. Una vez, sin más razón aparente que la misma monotonía, le comenté:
--Sabe que la gente que vive en un pueblo cercano le dice a este edificio el palacio del diablo.
--Claro que lo sabía, aquí se sabe todo aunque nadie quiera decirlo. Acá adentro le decimos la estancia de la muerte.
Sin embargo a sus propias palabras, Ponce nunca supo por mí la razón que me llevó a estar preso, pues yo mismo la desconocía. Pero no dudo que los propios guardias se lo debieron haber dicho, una vez me sacaron de su compañía.


En un principio pensé que se trataba de mi perdón, hasta me alegré de todo corazón, abracé a Ponce y me despedí de él con todo el cariño que le tomé en ese poco tiempo. Incluso le prometí que, en cuanto pudiera, acudiría a mi querido amigo, uno del que ya le había, para interceder por él. Mi amigo tenía un cargo alto en el gobierno. En ese momento no me percaté de las frías miradas de los hombres vestidos de civil que me llegaron a sacar. Me imagino que se burlaron discretamente, sonriendo ante mi cándida actitud. Probablemente Ponce hubiese sido el único en no atacarse de la risa en caso de conocer mi verdadero camino, algo mucho más temible que la pena de muerte. Al salir del sector de celdas me desesposaron, tal vez por expresa orden de mi verdugo. Me llevaron despacio, cortésmente. Me condujeron casi hasta la salida. Vi el portón con la esperanza naciendo de algún sitio del alma, sin saber que no lo vería en casi treinta años. En ese momento entendí que antes se debía cumplir con un papeleo. No me angustié, de cualquier forma sería el proceso burocrático más placentero de toda mi vida. Me dio la confianza de hablar. Con un mes tuve suficiente de la confusión, lo demás se convirtió paulatinamente en una ilusión, un ensueño gris, pesado, repetitivo, angustiante… Me llevaron a subir unas escaleras, luego a cruzar un pasillo largo y bien iluminado, de orden administrativo. La tercera puerta de la izquierda decía “Director”. Las personas eran bastante extrañas. Todos vestían uniformes opacos. No se miraban ni me miraban, como si no fuesen seres de carne y hueso, sino máquinas mezquinas y sin sentimientos. No puedo culparlas. Seguramente yo hubiese sido igual si me tocara un trabajo de esa índole. Me quedé en el pasillo observando a la gente pasar. Me llamó la atención primordialmente que esos hombres y mujeres eran bastante jóvenes, o tal vez sólo sea otro recuerdo malversado. Tiempo después llegué a la fatídica conclusión que todo fue malvadamente planeado con el objetivo de que yo vislumbrara alguna esperanza, para que el golpe me resultara muchísimo más violento de lo que era. Me habían dejado solo, sentado afuera de la oficina del director. Adentro se escuchaban comentarios extraños, que yo interpreté como la plática de cualquier otro caso. Al mismo tiempo se hacían bromas y se carcajeaban. Y sus chanzas, porque eso eran, me reconfortaron de gran manera. Fueron las últimas carcajadas que escuché.
Después de eso salieron los mismos dos hombres y me dijeron: Acompáñenos. Bajamos todas las escaleras subidas y aún más. Creí que me tenían confianza, lo que recargó en mí la idea de que se había probado mi inocencia. Entonces no tuve duda de lo que hoy es la certeza que es soberana en mi vida: la verdad siempre llega a saberse, tarde que temprano. Mis ganas de ayudar a Ponce también crecieron. Fue quizás en ese momento en el que comenzó a llover. Me condujeron a un cuarto extremadamente luminoso y me dieron de comer y de beber. Pero ya no aquel pan rancio, aquellos frijoles fríos, no, comida excelente, mejor de la que recuerdo haber probado. Comimos en silencio. Ellos evadían mis preguntas con un “coma tranquilo, ya merito le explicamos” Comencé a sospechar. Eché un vistazo al reloj de uno de ellos y me percaté que había pasado una hora desde que me sacaron de mi fría celda compartida con Ponce. Sin embargo traté de no preocuparme. No podía imaginarme lo que aguardaba por mí. Nadie podría. Aquellos dos hombres habían inspirado mi confianza, pero no por eso dejaba de intrigarme. Algo se traen estos, murmure entre un bocado y otro. Olvidé el asunto, y volví a ocuparme de lleno a la comida. Tenía un sabor estupendo. Aunque hoy no sé mucho de comida, sería capaz de afirmar que la trajeron de un restaurante de lujo, aunque la sirvieron en platos desechables. Alguien debía odiarme para hacerme algo tan horrible. No paraba de llover. Después de comer me regalaron un cepillo de dientes. Me pareció un gesto prosaico, y hasta de muy mal gusto, pero lo acepté porque ya me urgía largarme lejos de allí, que me explicaran la confusión de la que fui víctima, que me ofrecieran una disculpa muy sentida, y de que, incluso, me compensaran con dinero por el terrible error.
Volvimos a subir. Para entonces ya estaba harto de sus medias palabras, de las mil vueltas que dábamos, y sobre todo de su estúpida evasiva: “Ténganos paciencia, ya le explicamos”. En determinado momento me acordé del portón negro y me sentí bien. Un poco de agua lluvia logró tocarme desde una ventana. Le di especial significación al asunto, creí que era un símbolo de mi cada vez más cercana (pero lejana) libertad. De los dos hombres que me guiaban amablemente uno era, o parecía ser el jefe. Fue él quien me dijo:
--El clima está como para vivir en la cama con la mujer.
--Pronto lo estaremos –le contesté.
El otro hombre dejó escapar una sonrisa como de complacido que terminó de inspirar mi confianza. Lo dicho: no me podía imaginar lo que me esperaba. Ambos se vieron a los ojos por un instante y volvieron a su desconcertante actitud.
--Usted no se preocupe –volvió a hablar el supuesto jefe--, pronto tendrá todo este tiempo perdido, y aún más para hacer lo que se le venga en gana.
--Es usted muy amable. Sabe, pensé que nunca se resolvería esta confusión.
-Ya ve, las cosas ocurren cuando menos uno se las espera.
--Tiene razón.
Seguimos caminando, volvimos a subir, pero yo paré de preguntar. Me pareció verdaderamente impertinente molestar a dos hombres tan corteses cuando yo sabía que todo estaba resuelto. Pensé que volveríamos a la oficina del director, me harían firmar algo, me darían algo de dinero, quizás, y yo podría irme a casa sin mayores complicaciones.
El alcaide se apartó un instante y mis ojos presentaron a un hombre bajito y de expresión ligera, cuya imagen nunca había tenido frente a mí, pero que no supe desconocer. Los ojos se me llenaron de agua, pero mi corazón no se extravió en ningún pantano sentimental. No lo reparé en el momento, pero ahora me parece raro, como si mi corazón se hubiese vuelto pétreo por la falta de uso. Cuando pude ver a través de mis lágrimas, le encajé una mirada escrutadora en el rostro, como si esperase que en ese preciso segundo la vida me mostrara en el aire cómo aquel adolescente inquieto se había transformado en ese hombre gordo y de ralo cabello.

Mi hermano regaló una sonrisa de complacencia, calculando con la vista el terrible daño que me hicieron. Luego me desplomé, caí a sus pies. Las ansiadas explicaciones vendrían dos o tres días después.

@rober_ramirez